El extraño caso del falso mendigo, cap 1 y 2, por José Pedro Vegas

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¿ SOLAMENTE UN MENDIGO ?

Le vi sentado en la acera, como otros días, no sé si concentrado o distraído, con las piernas cruzadas y la seriedad de una postura de yoga. Tenía un pelo canoso abundante y alborotado que le caía a ambos lados de su rostro con una descuidada indiferencia. Los ojos, más bien pequeños, parecían mirar hacia dentro de sí mismos, como no interesados por escudriñar lo que sucedía a su alrededor. Su propia barba los mantenía como escondidos tras una frondosa espesura de pelos rebeldes, incontrolados.

Estaba sentado enfrente de la puerta principal de un conocido supermercado. La acera era amplia, completando el semicírculo de una rotonda, y desde su posición dominaba la entrada y salida de los clientes. Estábamos en primavera, un bonito jueves del mes de abril, al final del alargamiento de lo que se considera popularmente El Paseo Marítimo de Santa Pola, aunque entrando un poco hacia el pueblo y dando la espalda al mar.

El hombre sentado en el suelo llamaba la atención en primer lugar por su postura entre humilde y orgullosa. O quizás también por su concentración. Un blusón descolorido, pero limpio, formaba unos pliegues que llegaban a cubrir la delgadez de su cuerpo dejando, sin embargo, asomar unos brazos nervudos que se apoyaban blandamente en sus rodillas, sin hacer presión. Y allí, en el pequeño hueco que dejaban sus piernas dobladas en posición de loto, uno terminaba por descubrir un pequeño plato de porcelana donde naufragaban unas cuantas monedas.

Estaba pensando si acercarme a él, tal como solía hacer en otras ocasiones, cuando un coche irrumpió en este escenario sin previo aviso, rasgando con inusitada violencia el telón estrenado de aquel día y arremetiendo contra la figura acartonada del mendigo. Se emborronó en un instante el azul intenso del cielo y se oyó un estrépito de cristales rotos al rozar, como un bólido desbocado, el árbol decorativo plantado unos metros más allá. Entonces un olor sucio (a gasolina y a sangre) quedó colgando del aire y penetró, en pequeñas oleadas, por las narices asustadas de los paseantes, convertidos ya en testigos.

El coche derribó a la figura humana y partió la acera, lanzando algunas losetas sueltas a ambos lados. Su morro parecía querer incrustarse contra la pared del supermercado, como un toro embravecido. Sin embargo, los frenos chirriaron en el último instante, las ruedas patinaron, humeantes, y el coche se revolvió hasta alcanzar de nuevo el carril desconcertado de la calle.

El susto dejó lívidos los rostros más cercanos. El aire se pobló de una angustia nueva, inusual, y el ruido quebró los pensamientos que deambulaban, como aves errantes, por mi cabeza. Algunas mujeres que salían del mercado con sus bolsas rebosantes de compras quedaron un segundo petrificadas, convertidas como la mujer de Lot en estatuas de sal. En vez de algún gesto de sentimiento, quizás de compasión, sus rostros parecieron en un principio paralizados por el horror.

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Más que una plaza, la acera del supermercado estiraba en su bordillo el amplio círculo de una rotonda en construcción. El centro había quedado ajeno, sin terminar. Los coches que rodeaban el centro de la rotonda lo hacían a veces acelerando, al ver que la calle siguiente había quedado provisionalmente cerrada al tráfico, aunque yo tuve inmediatamente la impresión de que aquel desafortunado accidente no se había debido al despiste o a un imprudente o impulsivo modo de conducir.

No, no fue el destino. El hombre que atropelló al mendigo con la furia de sus cuatro ruedas desbocadas y el potente pecho de su parachoques me pareció que efectuaba una acción claramente preconcebida.

Yo fui el primero que se acercó tras un primer segundo de desconcierto. En el instante fugaz de aquel segundo una calle próxima había tragado el coche asesino como la ballena de la Biblia tragó a Jonás. Sin dejar rastro aparente. Sólo un repentino zumbido en el aire, una visión imprecisa de color, un baile de números donde se suponía que debía poder leerse la matrícula. En fin, la angustia del atropello bloqueando cualquier posible precisión en la polvareda que aquel segundo patético había levantado.

No estoy acostumbrado (como la mayor parte de las personas, supongo) a este tipo de sucesos. Al menos fuera del cine o de alguna novela policíaca. La primera reacción de susto que me conmocionó dejó paso, junto a una morbosa curiosidad, la sensación de una compasión profunda, como si se tratase de un familiar querido. Siempre me había atraído de él su soledad aparentemente buscada, además de que parecía haber encontrado una salida a la rutina que a mí me acobardaba cada día más y que casi había llegado a obsesionarme. Por eso, al mismo tiempo que dejaba caer con disimulo alguna moneda (tal vez como justificación por acercarme) intercambiaba un par de frases con él dejando paso libre a mi curiosidad. Él venía de muy lejos, tras recorrer incontables caminos, me dijo en una ocasión, pero lo importante en la vida consistía en mantener la mente abierta y gozar de los momentos excitantes que uno mismo podía crear en su imaginación.

El mendigo estaba realmente malherido, aunque vivo y de respiración irregular. La expresión ensangrentada de su rostro daba paso, al menos en mi imaginación, al misterio. ¿Por qué? Sin querer involucrarme demasiado, cogí el móvil e hice una llamada al 112. Mi obligación era esperar, lo sé, pero otras personas se habían acercado y disimuladamente intenté retirarme dando unos pasos hacia atrás. Sencillamente procuré huir hacia el anonimato.

– II –

EL CONTORNO BORROSO DE UN MUJER

Mi apartamento se halla en el décimo piso de un edificio situado enfrente del mar. Una vez en él, mi mente empezó a torturarme por dos razones. La primera, por no haber esperado la llegada de la ambulancia e interesarme por el estado de aquel pobre desconocido que, a pesar de todo, me impactaba por su estoica actitud ante la vida. La segunda razón tenía que ver, quizás, con mi desaforada imaginación. El hecho es que yo recordaba, o creía recordar, una figura de mujer que había seguido los acontecimientos desde la acera opuesta, es decir, desde el otro lado de la rotonda. Su vestido era rojo y su pelo rubio. Esa imagen era la que había quedado impresa en algún lugar perdido de mi imaginación, aunque no podía estar seguro de si pertenecía a la experiencia vivida enfrente del supermercado o si estaba allí almacenada como un flash recuperado de cualquier otra vivencia anterior. Incluso podía ser consecuencia de uno de mis rocambolescos sueños nocturnos.

Cuando me senté en mi pequeña terraza, de cara al mar, me resultó difícil centrarme en cualquiera de mis actividades preferidas un sábado por la mañana: leer un libro, ver la tele, salir a darme un chapuzón en el agua, tomarme una caña en el bar de la esquina… No, estaba dándole vueltas a la imagen recuperada de una mujer de rojo al otro lado de la acera. Parecía extraño que me dejara llevar por una imagen borrosa, quizá irreal, y no por el destino del hombre que había desaparecido de mi vista en una ambulancia, una ambulancia que ni siquiera había visto, tan sólo escuchado su sirena unas calles más lejos, cuando había decidirme escabullirme para no involucrarme en un caso de atropello.

Me arrepentí de haberme retirado de la escena de un posible crimen. Porque permanecía en mi mente calenturienta la idea, quizás absurda, de que el mendigo había sido voluntariamente atropellado por alguien que tenía prevista su acción con premeditación y alevosía.

Y en cuanto a la mujer… No solamente dejó de extrañarme que pudiera existir fuera de mi imaginación, sino que incluso la imaginé formando parte de un complot para acabar con las figura de aquel enigmático mendigo. En tal caso, la mujer pasaría a ser real, lo mismo que mi borroso recuerdo, y se trataría de un crimen ciertamente premeditado con la colaboración de alguien que, apostado en un lugar estratégico, diera la señal de “adelante” en el momento oportuno.

Terminé por dejar mis elucubraciones mentales y bajar a la realidad de la rotonda donde, según mi opinión, acababa de producirse un premeditado atropello.

Y allí estaba. La mujer rubia, quiero decir. Como un grupo de personas cada vez más numeroso, inspeccionaba los restos o señales que se esparcían por el suelo como prueba evidente de lo que acababa de suceder. Por ejemplo: algunos trozos de cristal que debían pertenecer al faro izquierdo del coche al rozar el árbol decorativo plantado allí. Si el mendigo se encontraba a algunos metros de él, la rápida maniobra del auto para llevarse por delante al mendigo no le había permitido esquivar al árbol en el último momento y, tras atropellar al hombre, tuvo que esforzarse en ejecutar una rápida maniobra para no empotrarse en la cercana fachada del supermercado. De ahí la humareda de las ruedas en un frenazo espectacular, las huellas de la goma quemada, el desprendimiento de alguna loseta no perfectamente afianzada al suelo y, cómo no, un rastro de sangre que algún empleado del ayuntamiento se había esforzado ya en ocultar a la vista con un poco de tierra. Pero, ¿no hay que esperar en estos casos a que llegue el juez de instrucción? O ¿qué se había hecho de esa policía científica que, con tomas fotográficas e increíbles aparatos de precisión, aparece en todas las series del CSI?

Nadie parecía dudar de que aquello se había debido a la imprudencia suicida de un conductor borracho, o tal vez drogado, y que, una vez el mendigo había sido trasladado al hospital (en un estado lamentable) la labor de la policía debía centrarse en localizar y detener a quien había jugado a Fitipaldi por el centro turístico del pueblo.

No podía dejar de fijarme en la mujer. Alta, bastante proporcionada en sus curvas y de mirada esquiva, llevaba el vestido rojo ajustado a sus carnes y, por debajo de él, unas finas medias desembocaban en unos zapatos negros de tacón alto. No parecía ir vestida precisamente para acercarse a la playa, a pesar del buen tiempo, sino que emanaba de ella un toque elegante y cierta distinción. Por fin, su cabeza estaba coronada por una despampanante pamela color lila que, balanceándose sobre sus cabellos rubios, de corte moderno, imprimían al conjunto un aire misterioso. En su rostro, en el que pude fijarme con disimulo para no llamar su atención, brillaban unos ojos maliciosamente atractivos, o eso me pareció a mí. No estaba seguro de su color (¿azul, verde claro?) hasta que ella pareció estar satisfecha de sus pesquisas y fue paulatinamente apartándose del grupo. Y con ella sus ojos que, como si temiera ser descubierta, se volvieron pausadamente en todas las direcciones antes de alejarse.

Mi primera intención fue seguirla, pero intuí que podía ser algo peligroso (que nadie me pregunte el porqué), así que la vi taconear por la acera mientras yo perdía el tiempo tontamente sin llegar a tomar una decisión. Me estaba preguntando si no sería más práctico, y desde luego más humano, desechar mis rocambolescos pensamientos y acercarme al hospital para interesarme por el estado de aquel mendigo que había llamado desde un principio mi atención.

En estas me hallaba cuando la mujer pasó de largo por la oficina de Correos y torció más adelante la esquina. Al verla desaparecer de mi vista, eché a correr (mejor, a andar deprisa) con el ánimo de curiosidad que me poseía. Pero, al llegar a la esquina donde se hallaba instalada una farmacia, comprobé que había desaparecido en alguna otra calle o portal, por lo que, decepcionado y confuso, entré en la farmacia para comprar un paracetamol. Aparentemente sólo había conseguido engendrar un merecido dolor de cabeza.

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