Diario de un cinéfilo (51. Moulin Rouge), Javier Puig

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La historia que narra Moulin Rouge (la película del John Houston, de 1952, no confundir con la de igual título, de 2001, que me resultó repelente en los pocos minutos que la resistí), me impresionó desde un primer momento. En ella, desde una honda sensibilidad y empatía, asistíamos a la descripción de la dramática vida del pintor Toulouse Lautrec. Y, luego, a pesar de saber que, en aquel guion, había algunas incongruencias propias del grandilocuente cine de la época, me seguí quedando con ese personaje tan convincentemente interpretado por José Ferrer. 

Los primeros veinte minutos de su metraje me parecen portentosos. Qué poderosa descripción de unos seres enardecidos que buscan perderse en esa dulce borrosidad de la existencia que es el ambiente de un cabaret. Es la explosión de una alegría que no encuentra obstáculos en ese ámbito exento del amenazante acontecer. Hay en esos planos un prodigio de ritmo, de nutridas imágenes que, en ningún momento, caen en la vacuidad. Estamos en el mítico Moulin Rouge, en la segunda mitad del siglo XIX, en ese parisino local, en un momento anterior a la reforma que lo convirtió en más distinguido, involuntariamente propiciada por el pintor francés. Este, habitual integrante de ese mundo, había pintado unos carteles que se distribuyeron por toda la ciudad, que tuvieron el efecto de atraer a un público más selecto. Henri apura, distraída, necesariamente, su botella de coñac. Beber es algo que lo acompaña, que lo recoge. Lo envuelve en esa cápsula que lo aísla, fortalecido porque, de alguna manera, así se siente conectado con el mundo, a través de esos apresurados dibujos que retratan a aquellos que contempla, que conforman ese espectáculo exultante, de un fervor que temporalmente difumina las pequeñas y las grandes soledades. La de él es enorme, patética, y resurge cuando se apagan las luces y la música ya es solo un vago eco de un mundo reciente, construido para ser devorado por la peligrosa verdad de la vida. Poco antes, todos se han sentido oportunamente felices. A los otros, tal vez esa euforia les durará un poco más, apoyada en alguna compañía aceptable, pero, para él, ese silencio que adviene es una losa. Es el cese de la tragicomedia de la vida que ese aristócrata, radicalmente desubicado de su mundo original, expresa con sus pinceles. Ahora, en su interior se erige su propia amargura como una pesadez que se opone a la gracia de sus previas pinceladas. Su plácida y transitoria empatía es sustituida por su amargo cinismo.  

El local está casi vacío. Cuando Toulouse se pone en pie, apenas se eleva sobre la estatura que tenía sentado. Su cuerpo es deforme, descompensado, las piernas escuetas. El contraplano posterior muestra el local nebuloso, ahora solo ocupado por dos mujeres que lo barren y por ese hombrecito que avanza hacia la puerta apoyándose en su bastón. Ya en la calle, uno de los espectadores le toca la espalda, porque los jorobados y los enanos le traen suerte. Es la vuelta a la realidad. Las botellas de coñac que se ha tomado ya nada pueden con el poderío que tiene la intemperie de las sombras. Lentamente, con el semblante contrito, camina por las calles de Montmartre.

Un flashback nos muestra su origen aristocrático, a su padre aún orgulloso de un vástago, al que luego, cuando no pueda responder a sus expectativas, despreciará. Porque no podrá seguirlo, ser ese joven fuerte y osado, seguro de su ancestral superioridad. Una enfermedad congénita ha ablandado sus huesos. En la película, es la espectacular caída por la escalinata del palacio la que le causará las lesiones en unas piernas que, pese a todos los desesperados intentos, ya nunca podrán crecer. En la realidad, parece que el accidente fue menos vistoso y las fracturas se produjeron en dos veces al levantarse de una silla, aunque hay quien nombra la caída de un caballo.  

Desde el dolor, Henri asume su situación. Se va a París. Solo siente una fortaleza, un camino posible, que es el de pintar. Es un recurso para compensar una pequeñez, una fealdad, que se traduce en el desprecio de las mujeres, en la burla de tantos que no lo saben mirar. “Algún día unos ojos de mujer te verán alto y fuerte y te amarán”. Esta frase de su madre, da pie a la historia que vive Henri ante nuestros ojos. Una joven que conoce en la calle se agarra a él, parece interesarse en su persona. Él la defiende ante el policía de su zona, el que le ha advertido: “Es peor que mala. El espíritu de la perversión”.  Pero, ¿cómo creerlo y no agarrarse a un espejismo, si cuando esa mujer acepta refugiarse en su casa, apenas le recuerda su desgracia y parece mostrarle un cierto aprecio?

Henri parece feliz en ese mal simulacro de posible pareja en la que, a pesar de todo, no ha podido dejar de soñar. Se ha enamorado de Marie, que ha salido del submundo que él atestigua con sus pinturas. Su profusa vida sexual la ha encauzado en el único ámbito en el que le era posible, en el de la prostitución. Llegó a vivir en un burdel. Se sentía fascinado por esas mujeres a las que se acercaba por necesidad, transgrediendo las distancias a las que obligaba su estirpe. Las pintaba. Lo suyo era el retrato que ahondaba en la singularidad del ser abocado a los estercoleros de la vida. Sí, el mundo que ve es ridículo, es patético, pero, si se deja amar, se entrega a él renunciando a una superioridad inservible.

Como no podía ser de otra manera, Marie, al final, le revela sus aviesas intenciones, le pronuncia ese conocido desprecio hacia su físico que tanto le duele a él, pero que esta vez parece hundirlo irremisiblemente. En su casa, en la noche, solo, abre el gas y cierra todas las ventanas. ¿Para qué vivir en un mundo que se ríe de él, en el que no puede jugar con las mismas armas que los demás? Sentado, esperando el fin de sus sufrimientos, finalmente alza la vista hacia el cuadro que tiene a medio pintar. Es el cartel que anunciará el Moulin Rouge por todo París. Esa imagen lo revive, lo interpela. Nuevamente la pintura lo salva. Cierra el gas, abre las ventanas, se asoma al amanecer.  ¡Cuánto remanente dolor en esa áspera felicidad momentánea! Pero sigue cumpliendo el mandato de la vida, pese a sentirse humillado por unas circunstancias, por un cuerpo que le resulta odioso, pero que no puede dejar de ser su carta de presentación ante el mundo insensible.

Su apenada madre lo visita. “Trabajo y tal como dices, bebo, un poco más cada día. Con ello olvido mi soledad, mi fealdad, el dolor de mis piernas”, le dice Henri. “Estos cuadros son de tu hijo no de un inválido miserable de piernas contrahechas”. “Soy un pintor de las calles, de la vida del arroyo”. Ese es su sincero autorretrato, la verdad que no le puede ahorrar a esa piadosa mujer. Luego lo visitará su padre, no por amor, como ella, sino por egoísmo, para lanzarle la recriminación de que su comportamiento, sus pinturas, resulten indignas para su linaje. Su hijo le espeta: “Todos tenemos una expansión, mamá sus oraciones, tú tus caballos y tus sueños de una época que ya no existe y yo mi coñac”. Su padre le dice que ya no cuente con su ayuda. Él le responde: “Como no me la prestaste en el pasado no esperaba que lo hicieras en el futuro”.

Cuando conoce a Miriam, una mujer independiente, viuda, sensible, madura, que se ha hecho a sí misma, que ha pasado por una extrema pobreza, pero que no es de esas que Henri ha ido conociendo en el arroyo, él no se atreve a esperar más que una compasiva amistad. Esa mujer,  cuyo carácter conseguido es el la dulzura, con la que recubre su existencial disconformidad, le ofrece una relación apreciativa. Van juntos al hipódromo, a las exposiciones, al barco sobre el Sena, en el que se rodean de amantes parejas, en medio de las cuales ellos quizá también lo sean, aunque no se atrevan a decírselo. Él está herido de por vida, se niega a tener ninguna esperanza, se defiende de cualquier futura demoledora frustración anticipándose con su cinismo. No cree que el delicado afecto que le muestra ella pueda ser algo más que un eventual ejercicio para tranquilizar su conciencia de mujer buena. Es mucho el repetido dolor de un lacerante pasado, y enorme la posibilidad de que reaparezca. Se muestra tan esquivo que ella, finalmente, juzga imposible esa relación que siempre estaría presidida por lo traumático. Rechazada, decide casarse con un apuesto y rico pretendiente al que no ama. A quien sí amaba era a Henri. Pero la primera vez en la que se muestra plenamente explícita es en la nota que le escribe, un momento antes de desaparecer. Al leerla, se vuelve loco, porque entonces sí la cree, entonces sí que piensa que torpemente ha renunciado a su última tabla de salvación.

A partir de ahí, todo es alcohólico suicidio. El final que desea no tarda muchos años en llegar. A la edad de treinta seis años, reconocida su pintura por el mismo Louvre, Henri Toulouse Lautrec yace en la cama del palacio familiar. Ante sus ojos, la alucinación de las pictóricas imágenes del Moulin Rouge, todos esos personajes que amó, a los que se agarró pintándolos, sobreviviéndose, intentando huir de su hostil realidad.

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