
Por Javier Puig
Cafarnaúm (2018, Nadine Labaki) es la crónica de un múltiple desvalimiento, la denuncia de un mundo infernal, el foco puesto sobre unos personajes que afrontan de manera distinta el terrible y desesperanzador golpe de la miseria.
Cabe preguntarse ante una película como esta, en la que la directora libanesa incide en la durísima mostración del sufrimiento humano derivado de la injusticia social, cuáles son las proporciones de arte o de mera denuncia que contiene. Creo que, para que tenga más de lo primero que de lo segundo, los personajes han de representarse más a sí mismos que a una colectividad, además de que, por supuesto, quede fuera toda tentación de maniqueísmo. En ese sentido, últimamente he visto dos películas que lo consiguen en buena medida: Fátima (2015, Philippe Faucon), sobre el problema de la inmigración musulmana en Francia, expuesto a través de una historia muy personal, con personajes llenos de contradicciones capaces de hacer tambalear nuestra opinión; y esta Cafarnaúm, que lo hace especialmente a través de sus recursos puramente artísticos, el movimiento de la cámara, las interpretaciones, la elección de los escenarios, a lo que añade una asfixiante realidad que nunca se debería obviar.