Archivo de la categoría: Cine

Diario de un cinéfilo (60. Cafarnaúm)

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Por Javier Puig

Cafarnaúm (2018, Nadine Labaki) es la crónica de un múltiple desvalimiento, la denuncia de un mundo infernal, el foco puesto sobre unos personajes que afrontan de manera distinta el terrible y desesperanzador golpe de la miseria.

Cabe preguntarse ante una película como esta, en la que la directora libanesa incide en la durísima mostración del sufrimiento humano derivado de la injusticia social, cuáles son las proporciones de arte o de mera denuncia que contiene. Creo que, para que tenga más de lo primero que de lo segundo, los personajes han de representarse más a sí mismos que a una colectividad, además de que, por supuesto, quede fuera toda tentación de maniqueísmo. En ese sentido, últimamente he visto dos películas que lo consiguen en buena medida: Fátima (2015, Philippe Faucon), sobre el problema de la inmigración musulmana en Francia, expuesto a través de una historia muy personal, con personajes llenos de contradicciones capaces de hacer tambalear nuestra opinión; y esta Cafarnaúm, que lo hace especialmente a través de sus recursos puramente artísticos, el movimiento de la cámara, las interpretaciones, la elección de los escenarios, a lo que añade una asfixiante realidad que nunca se debería obviar.

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Diario de un cinéfilo (55. Europa 1951), por Javier Puig

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Europa 1951 (1952) me parece una de las mejores obras de un enorme director, Roberto Rossellini, que logró sus mayores cotas en la primera etapa de su carrera. Con esta nueva historia, a través de unos personajes y unas situaciones complejas, volvía a exponer sus particulares inquietudes sociales, políticas y espirituales. Toda la película es una profundísima disquisición sobre temas morales de primera magnitud.

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Diario de un cinéfilo (54. Solaris), Javier Puig

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Solaris (1972) es la película que su director, Andréi Tarkovski, finalmente consideró la menos lograda de las siete que componen su obra. Aun si le hiciéramos caso, pienso que la peor creación de este gran cineasta supera a la inmensa mayoría de las demás. Y es que realmente las suyas pertenecen a otra división, a la del puro arte. Un creador difícilmente se siente satisfecho más allá del momento de dar por finalizada su obra. De hecho, son muchos los directores que han decidido no ver nunca sus propias películas. El artista es el único que conoce la distancia entre su propósito inicial y la consecución definitiva. Pero llega el momento en que tiene que dar por bueno lo realizado, y dar validez a las insuficiencias que pueden compensarse en parte con los hallazgos inesperados.

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Diario de un cinéfilo (53. El Sur), Javier Puig

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No hay luz expansiva en El Sur (1983), de Víctor Erice. Los lentos amaneceres no consiguen desbordarse desde su timidez, colorear plenamente los lugares del vivir que se le han asignado a Estrella, esa niña que vivirá en el misterio. Por las ventanas de la casa, en esa finca llamada  La Gaviota, penetra un reconcentrado resplandor siempre amortiguado por la niebla. Los fundidos en negro con los que finalizan las numerosas y, a menudo, cortas escenas, dan paso a unos días en los que no brilla el sol o a unas noches que ya casi no harían falta para oscurecer, pero en las que cómodamente se asienta la tristeza.

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Diario de un cinéfilo (52. Delitos y faltas), Javier Puig

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Delitos y faltas (1989) me parece una de las películas más redondas de Woody Allen, tal vez la obra maestra que él, cuando se compara con el cine que más admira, dice no estar seguro de haber conseguido. Y es que aquí logra conciliar, con plena armonía, los dos géneros que tan bien ha cultivado, la comedia y el drama, a los que añade el suspense, a través de dos historias muy distintas, que como nexo de unión tienen únicamente a un personaje y una confluyente escena final.

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Cine y coeducación. Entre la tierra y el cielo: «Alien», «Gravity», «Próxima». Mª Engracia Sigüenza Pacheco

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Aquí Ripley, última superviviente del Nostromo, fin de la transmisión. Sigourney Weaver en Alien (Ridley Scott, 1979).

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Diario de un cinéfilo (51. Moulin Rouge), Javier Puig

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La historia que narra Moulin Rouge (la película del John Houston, de 1952, no confundir con la de igual título, de 2001, que me resultó repelente en los pocos minutos que la resistí), me impresionó desde un primer momento. En ella, desde una honda sensibilidad y empatía, asistíamos a la descripción de la dramática vida del pintor Toulouse Lautrec. Y, luego, a pesar de saber que, en aquel guion, había algunas incongruencias propias del grandilocuente cine de la época, me seguí quedando con ese personaje tan convincentemente interpretado por José Ferrer. 

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Diario de un cinéfilo (46. Taxi driver), Javier Puig

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Ya desde los primeros planos, nos damos cuenta de que se nos está introduciendo en una historia construida por pequeños detalles potenciados por una fotografía precisa. La elocuencia de los planos nos transmite esa fatal confluencia entre la ciudad atestada, tan portentosa como execrable, y su extraviado habitante, que siente su doliente soledad estampándose contra las sórdidas tentaciones. En Taxi driver (1976) concurren varios elementos que se añaden a la de por sí culminante capacidad creativa del joven y más osado Martin Scorsese. Por un lado, Michael Chapman, el artífice de las imágenes que describen la poesía de una decadente Nueva York nocturna; por otra parte, un Bernard Hermann que, en los últimos meses de su vida, se reinventó sobre su gloria, creando una melodía jazzística envolvente e hipnotizadora; y Robert de Niro, en una de sus más grandes interpretaciones.

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Diario de un cinéfilo (44. La gran belleza), por Javier Puig

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La Gran Belleza, P. Sorrentino

La Gran Belleza, P. Sorrentino

La gran belleza (2013), de Paolo Sorrentino, me parece una de las pocas películas que, en las últimas décadas, han conectado al cine italiano más reciente con su mejor época. Si los paralelismos con algunas obras de Fellini —muy especialmente con La dolce vita— son notorios, aquí no falta una genuina sensibilidad, una mirada distinta que pone su objetivo sobre un mundo que es muy comparable, a pesar de los cincuenta y tres años que separan ambas visiones. Si en aquella, el periodista estaba interpretado por el gran Marcelo Mastroianni, aquí lo está por un excelente Toni Servillo. Representan ambos dos variantes de la incursión en los exquisitos mundillos romanos.

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Diario de un cinéfilo (42.Martín Hache), por Javier Puig

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Martín Hache (1997), de Adolfo Aristarain, nos plantea un juego de relaciones entre cuatro personajes que viven en el filo de una ansiada resolución, en la incertidumbre de lo vagamente inesperado. Ahí está Martín Hache (Juan Diego Botto), el hijo, un adolescente suspendido en un vacío que presagia despistados y endebles comienzos; un joven argentino que se dirige a Madrid, en busca de su padre. Su madre lo ha expulsado de su entorno. No le encaja su presencia en su proyecto de vida. Le sobra y, además, cree que su hijo necesita un impulso que nazca de una confrontación con un mundo distinto. Lo manda con su padre, al que le exige que ejerza de tal alguna vez. En España lo espera ese hombre (Federico Luppi), un guionista y director de cine celoso de una soledad cuya consistencia solo permite ser brevemente traspasada por su amante (Cecilia Roth) o por su amigo Dante (Eusebio Poncela).

A partir de ahí, se establece una batalla tan amistosa como cruenta, una lucha por la defensa de lo propio y por la exigencia en lo ajeno. Ninguno de los cuatro sabe muy bien qué es lo mejor para sí mismo pero sí pretenden saberlo para el otro. Algunos se mueven por sus oscuros deseos; ella, el de acceder a una consolidación, a una cercanía, mayores que las que  Martín padre, desde su encastillamiento, le ofrece; él, busca la perseverancia en el eficaz rechazo de lo importuno. El hijo aspira tan solo a una vida sin urgencias, sin proyectos preestablecidos. Seguramente piensa que, tan solo desubicándose del precedente lugar de lo fallido, se puede encontrar un abrigo lentamente rehabilitador. Dante es un actor que busca una especie de autenticidad transgresora; poner el alma en cada palabra, en cada gesto; imponer la verdad, establecer una afrenta a lo que impide ser íntegro, arriesgado, desasido de los falsos soportes de una convencional moralidad.

No, en los diálogos de estos personajes no hay ni una sola tentación de contemporizar. O tal vez la excepción sea la del hijo, que observa perplejo, a veces divertido, a esos tres seres, supuestamente maduros, urgiendo una verdad que siempre se presenta como una recriminación, o como una súplica. Dante, como un comprometido espectador, merodea a esos amigos, a quienes quiere extraer sus sinceras voces acalladas tras sus estentóreos discursos. Pero ello le hace crearse enemistades. Es un amigo incómodo, alguien que subvierte en cada momento la débil paz.

Alicia es la exultante sensualidad cuando la cocaína la alza sobre las dudas. No soporta a ese hombre que, sin embargo, ama sin remisión, a ese Martín que se cobija en el amparo de una replegada realidad. Él no soporta sus narcóticas efusiones. Se justifica ante las continuas acusaciones de los demás: “No soy ni un duro ni un mierda, soy prudente”. No puede prometer nada y actúa consecuentemente con esa certeza: “Trato de no alimentar fantasías”. Ella se enfrenta a las barreras de seguridad que Martín le impone: “Sos un mierda”. Pero no puede dejar de seguir esperándolo.

El argumento de Martín Hache propicia debates fundamentales, inflamados por la contundencia de sus personajes, en unas conversaciones que siempre desmontan las buscadas argucias del ser para continuar, interna y externamente, ubicado en un lugar inexpugnable. Por un lado, esa situación de Martín Hache (la “h” es de hijo), ese momento en el que, de la primera juventud, se espera un despegue, un punto de inflexión que despeje las yermas extensiones de la indecisión. Por otra parte, ese padre que se ve importunado, invadido, en ese micromundo de paz al que aspira. Le molesta la injerencia, la demanda de una acuciante responsabilidad ante su hijo, ante Alicia. Persigue una comodidad que pretende inocua, aunque tal vez no lo sea. Su propia imagen querida es la de él mismo, solo, en el sofá, escuchando su música predilecta. Todo controlado, ninguna intromisión, el mundo perfecto aun a costa de apenas mojarse en él. Por otro lado, esa mujer, Alicia, que precisa de la droga para descansar de su dura desavenencia con la realidad, de la continua frustración que le procura el mundo. Y luego, Dante, ese hombre que pronuncia con irreductible fuerza los cuestionamientos, que ama a sus amigos despertándolos de las ensoñaciones en las que penetran los sobresaltos de la extrema verdad.

El personaje más antipático es el de Martín padre, especialmente por esa insistencia en mantener una distancia con los demás, que no excluye las palabras hirientes, si se hacen molestamente necesarias, con tal de prolongarse en esa forma de permanecer enrocado; y que, en el caso de Alicia, una mujer desprotegida emocionalmente, abocada a lo afectivo, la conduce hacia lo trágico. Pero ese hombre, en algunos momentos, muestra esa sensibilidad que se le demanda. Con respecto a su hijo, confiesa: “Es peor que quererlo, es tener miedo de que le pase algo, de no poder controlarlo”. No obstante, fijémonos en ese “peor que quererlo”. Querer es malo; lo es cuando se siente que no se puede evitar, y es una íntima obligación, un variable peligro. Y es que sus amigos, procuran que asuma su papel de padre mintiendo, inventando unas intenciones suicidas de su hijo. Tal vez ello no hace que él lo ame, sino que se sienta mal por una responsabilidad impuesta por lo genético: “Sabes que si muriera no vas a sufrir ni te va a doler, te va a destruir (se emociona, hay momentos de emoción, que trata de superar para reintegrarse en su ser distante)”.

En las conversaciones que tienen sobre el futuro de su hijo, hay posiciones contrarias. El padre está seguro de lo que dice: “Que sea lo que quiera pero que sea algo”. Pero luego le reprocha no estar interesado por la buena cultura. Se habla de lo que supone trabajar en una sociedad desvirtuada. Dice él: “El trabajo es una mierda, la sociedad es una mierda, pero nos toca bajar la cabeza y aguantar…Tenés que decidirte ya”. Alicia, irreverente, frente a esa sumisión, pronuncia una idea que a él lo horroriza, la de vivir de robar. Y luego añade: “El mundo que le espera no va a ser más jodido que vos”. Martín Hache escucha la conversación con una mezcla de exenta curiosidad, pero también con hartazgo: “Gracias por lo que están haciendo por mí pero ya pueden parar”. La idea que tiene de su padre es esta: “Yo sé que me quiere, quiere que me vaya bien, pero nada más, no espera nada de mí”.

Al mismo tiempo, la relación entre Alicia y Martín padre se va desplazando hacia lo irresoluble. Ella lo intenta, cada vez con menos fuerzas: “Tengo que convencerme de que puedo vivir sin vos, Martin. No sé si me querés”, o “No sé quién soy. Soy tu mujer pero no soy tu mujer”. Él lo tiene claro: “Si vivimos juntos seguro que se pudre todo”. Alicia no sabe cómo salir del atolladero vital en el que está inmersa. “Trato de pensar que no lo quiero, para que no me importe, para que no me duela”. Pero no puede. Entonces, lo fácil es que ya no haya nuevas preguntas que responder, nuevas contradicciones que acatar. Tomar las pastillas, el alcohol, que todo desaparezca, que sigan sin ella, que la echen de menos, que Martín se sienta culpable, tal vez. Allí arriba, el sol es el único habitante perenne. El culpable señalado por Dante es Martín: “Te deseo todo el dolor del mundo, Martín. Te deseo un dolor tan profundo que no lo puedas soportar, que no te mate”.

En todo momento, el discurso de Dante es atrevido, libérrimo, pero también contradictorio. Quiere ser un poco el educador del joven Martín: “Las obras son maravillosas porque te abren la mente. Te hacen comprobar que la verdad no existe, que todo es relativo”. Cuando él asiste a una representación de Dante en el teatro, este sorprende al público interrumpiendo la obra, lanzándole una regañina indiscriminada: “Sois unos farsantes, hijos de puta, que merecéis mi más rotundo desprecio. Durante un año he sido vuestro bufón”. Martín celebra la valentía de su amigo, andan eufóricos por la calle liberadora. Dante no encuentra límites. Habla sobre el sexo, la homosexualidad y la bisexualidad, las drogas, pero incurre en mensajes en los que su realidad lo contradice. “Hay que follarse a las mentes”, dice, pero, luego, la repugnante escena de la cama junto a una mujer inerte.

Junto al perfecto guion que desgrana unas conversaciones reveladoras, destaca en esta película la interpretación de los cuatro protagonistas. A mí me seduce particularmente la de Cecilia Roth, que está sensacional en esa montaña rusa emocional, tanto en los momentos de euforia, por la cocaína, como cuando discute, en una sutilísima mezcla de amargura, ironía y desfalleciente ternura; como cuando se derrumba, que lo hace con tanta verdad que pareciera estar haciéndolo por alguna afección personal presente en el tiempo del rodaje.

El final de la película es, en la medida de lo posible, reparador. Martín padre rehabilita su imagen con un gran gesto de integridad que no exhibe pero que su hijo conoce por casualidad. Este, antes de volverse a Buenos Aires sin avisar, deja grabado en vídeo un mensaje de despedida. Dante y su padre lo ven en el televisor, cómplices, emocionados. “En Buenos Aires me siento aceptado. En Madrid siento que siempre debo hacer algo. Allí me siento protegido”. “Te quiero mucho, viejo, me gusta vivir con vos. Pero yo sé que yo soy yo, y vos sois vos, y no podemos vivir la misma vida”. El joven ha decido pugnar, sin presiones, por su nada preestablecido futuro: “Necesito vivir solo, aunque no he encontrado mi vocación como tú quisieras”. Pero la respuesta del padre no es la airada reacción, sino las lágrimas de quien ya admite vivir plenamente entregado al complejo y arriesgado mundo de los afectos.