Por Javier Puig
El último tango en París (1972, Bernardo Bertolucci) siempre ha sido para mí una de las películas más arrebatadoras, tanto por sus imágenes como por la vigorosa música de Gato Barbieri. Eso explica que, cuando la viera por primera vez, en un cine de la ciudad protagonista de la historia, pese a no entender más que a medias sus diálogos, experimentara una de aquellas memorables epifanías cinéfilas de mi juventud. Ya en los créditos, con los cuadros de Francis Bacon y la música del saxofonista argentino, resulté impactado por una obra que prometía un gran potencial creativo, y que no me defraudó. Después, fui admirando las formas poéticas y atrevidas para resolver cada una de las escenas. Ahora bien, andando los años —y cuatro o cinco visionados—, me he ido convenciendo de que se trata de una gran obra, pero imperfecta; pues, a la vez que contiene escenas geniales, el desarrollo argumental da la sensación, en varios momentos, de estar mal cosido, deslavazado. Por otra parte, hay alguna secuencia en la que domina lo fatuo, en medio de una mayoría en que sí se consigue expresar hondamente la dolorosa y contraria vacuidad de los dos protagonistas. Una de las características de la película es que la narración está supeditada a la escenografía y que cada escena está concebida como una composición moviente, hecha de planos muy medidos, de bien encajadas apariciones; todo ello filtrado por una fotografía que incide en el color amarronado propio de cierto cine de la época y, en especial, del de Bertolucci.
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