Pese a no contar con brazos, la Venus de Milo es considerada una obra de arte en sí misma. Completa, estática y estéticamente bella y perfecta. Tampoco se sabe si es verdaderamente Venus o pueda representar a Atenea o Artemisa, la diosa helena de la caza. No sabemos siquiera quién fue su autor, aunque se ha querido ver la mano de Praxíteles o de Fidias. ¿Qué posición tendrían sus brazos, qué sostendrían sus manos…? No lo sabemos, ni falta que hace. Orson Wells dejó muchos proyectos fílmicos inconclusos o no pasaron de la fase de preproducción. A su muerte, de forma testamentaria dejó sin concluir su Don Quijote, en el que había trabajado los últimos veinte años. Jess Franco se ocuparía de realizar un montaje siguiendo las indicaciones de propio Wells, para que la película pudiera ser exhibida. La Novena sinfonía de Anton Bruckner quedó inconclusa y así se suele interpretar, sin el movimiento final ¿Es lícito recomponer el Réquiem de Mozart, completando las partes de la misa de difuntos que dejó el compositor inacabadas? No es esta cuestión fácil de resolver. Creo que todo depende de los antecedentes que se tenga de la obra en cuestión, si conserva su estructura o si podemos acudir a bosquejos o esbozos más o menos cumplidos y a fuentes de primera mano sobre las intenciones del artista. También habría que distinguir entre las obras truncadas por la muerte y aquellos proyectos que el artista abandonó en vida por los motivos que fuera. Richard Wagner dejó muchos proyectos dramáticos al margen tras haber trabajado en ellos una temporada. Entre ellos, una ópera de tema budista, Los vencedores, y un drama sacro con el título Jesús de Nazaret. Con seguridad, todo aquello cristalizó luego en lo que denominó un Festival escénico sagrado, Parsifal.
No cabe ninguna duda de que American Pie de Don McLean es uno de esos casos en que una canción alcanza tal grado de popularidad que arroja una sombra alargada sobre el resto de la obra de su creador, casi como si su discografía quedase reducida a una sola canción. Además, se da la circunstancia de que el texto de American Pie es uno de los más crípticos de la historia, una especie de cábala de la música popular que, desde su aparición, ha ejercido una extraña fascinación en sus oyentes. Han sido muchos sus exégetas pero, hasta el momento, su autor no ha querido desentrañar el hermetismo de sus imágenes y alusiones a determinados acontecimientos y artistas o políticos de la época. Por debajo de la música, como una corriente subterránea, McLean capta el zeitgeist de una época, representado por la evolución del rock desde 1959 a 1969. El cantautor dijo en una entrevista: “La canción se escribió como mi intento personal de hacer una canción épica sobre América, y usé la imaginería de la música y la política para hacerlo”.
Hay obras musicales que están indefectiblemente vinculadas a un determinado intérprete. Así hablamos del Tristán de Furtwängler, la Tosca de De Sabata, del Delius de Beecham, del Brahms sinfónico de Giulini o del Concierto para violonchelo de Elgar por Jacqueline du Pré. Interpretaciones que, en definitiva, han ido conformando un canon y que tienen un lugar en millones de discotecas de aficionados de todo el mundo. En este non plus ultra estarían también las dos grabaciones en estudio de las Variaciones Goldberg de Juan S. Bach por Glenn Gould.
A Juan Ángel Castaño, por quien conocí el Köln Concert.
y a Paco Fernández Meneses, por las afinidades electivas.
Con los ojos semicerrados, la cabeza del pianista aparece suspendida sobre el teclado, casi formando un ángulo de 90 grados con el tronco. Como si el volumen de su pelo afro, tal como el de Ángela Davis en los sesenta, coadyuvara a la fuerza de la gravedad. Los omoplatos, bajos, permiten a los brazos caer relajadamente flexionados sobre el teclado. Cada articulación, cada músculo y cada nervio, miles de millones de neuronas perfectamente conectadas entre sí. Imaginamos su mano izquierda ejecutando un patrón rítmico mientras que la derecha, más cantábile, planea sobre las teclas generando un arco de creatividad en constante expansión. La elegante carpeta blanca está dominada por la sobriedad. Además de la foto en blanco y negro descrita, el título de Köln Concert, el nombre del artista y en la parte inferior las siglas ECM correspondientes al sello muniqués. Nada más.
“JE T´AIME, MOI NON PLUS” O CUANDO LOS JADEOS VIENEN DE PARÍS.
Por Juan Lozano Felices.
En 1967, el cantautor parisino Serge Gainsbourg vivía un breve y tórrido romance con el mito erótico por excelencia del cine francés, Brigitte Bardot. Gainsbourg, que había sabido ver oportunamente el enorme potencial del pop, le prometió a BB dedicarle la canción de amor más hermosa jamás escrita. Inspirado por su musa compuso “Je t´aime… moi non plus” y la convenció para que la grabase con él, explicándole que ambos debían cantar como si estuviesen realmente haciendo el amor. Según quiere la leyenda y corroboró el ingeniero de sonido de los estudios Barclay de París, los dos amantes se estuvieron masturbando durante la grabación para que los gemidos y susurros fueran reales. La canción, introducida por el órgano, estaba compuesta sobre los mimbres de “A whiter Shade of Pale”[1] de los Procol Harum que, a su vez, estaba inspirada en el Aria en re de la suite nº 3 de Bach. Al día siguiente el tema es radiado en Radio Europe 1 provocando sorpresa y escándalo a partes iguales. Ante lo explícito del resultado, el empresario alemán Gunther Sachs, marido de la Bardot, amenaza a la emisora con ir a los Tribunales y le exige a su mujer que no dé su permiso para comercializar el disco. Cuando todo estaba preparado, Gainsbourg anula la salida al tiempo que acaba el romance y BB vuelve con su marido.
LOS POP TOPS O JUAN SEBASTIAN BACH SEGÚN ALAIN MILHAUD.
A Somewhere
The Voice Of The Dying Man
Oh, Lord, why Lord? (v. original)
Oh, Lord, why Lord? (v. español)
A mediados de los años sesenta, tras el recrudecimiento de la Guerra Fría con el conflicto de los misiles cubanos y el magnicidio de Kennedy, en Estados Unidos se da un contexto histórico en que, el optimismo y la idea del estado del bienestar alcanzados tras la Segunda Guerra Mundial, entran en crisis. Se ha hablado del fin de la inocencia. Coinciden de forma simultánea la lucha por los derechos civiles de los negros, la oposición universitaria a la guerra de Vietnam, la revolución sexual, el movimiento hippie y el nacimiento de la cultura psicodélica. Todo ello influirá enormemente en el desarrollo del rock, que se convierte en canción protesta electrificada, una forma de voz de la conciencia de la sociedad. En 1964, los Beatles ya habían inaugurado un año antes el sonido y la estética yeyé y conseguían su segundo número uno en Reino Unido con “Want to Hold Your Hand”. Ese mismo año, Lennon y McCartney habían regalado la canción “I wannbe your man” a unos incipientes The Rollings Stones que causarán furor al año siguiente con “Satisfaction”, polarizando así a los aficionados en la dicotomía Beatles-Rolling. En el indicado año de 1964, los Beatles visitan por primera vez Estados Unidos. Allí, un Bob Dylan de 22 años convertía “The times they are a-changin” (Madres y padres de todo el mundo / no critiquéis lo que no podéis entender / vuestros hijos e hijas están más allá de vuestro control) en un auténtico himno generacional y banda sonora de las luchas de los sesenta. Unos meses antes había tenido lugar la Marcha sobre Washington, liderada por el adalid de los derechos civiles de los negros, Martin Luther King. Todo ese caldo de cultivo que se da en los sesenta, desembocará en el famoso “mayo francés” cuando, convergiendo con las huelgas obreras, los estudiantes buscan el mar bajo los adoquines. Pese a que los estudiantes eran en realidad hijos de una burguesía acomodada jugando a revolucionarios, se refuerza la idea de una juventud con poder y fuerza propios y que, en un momento dado, podía poner en jaque al Estado.
Este verano, mi amigo Richard Rubio y su mujer, la profesora de violín Tania Pentcheva, vinieron a verme al trabajo. Tras haber hecho unas gestiones, bajamos a tomar un almuerzo frugal y, como no podía ser de otro modo, hablamos de música. Salió el tema de la dirección de orquesta alemana y terminamos hablando de Herbert von Karajan. Para muchos aficionados, entre los que me incluyo, el primer contacto con la música (clásica, seria, académica…elija el lector el epíteto que más le satisfaga) tuvo lugar a través de las grabaciones del austriaco para el sello Deutsche Grammophon. Probablemente, nadie contribuyó como él a la difusión del gran repertorio clásico-romántico. Ningún otro director en cualquier época gozó de su fama hasta el punto de devenir referencia acrítica. En mi generación, aún en la época del vinilo, todos escuchábamos los discos del sello amarillo de forma oracular, como si fueran palabra de Der Gott. Sólo más tarde descubrimos que, prácticamente, de todas las obras ejecutadas por Karajan, existían interpretaciones más idiomáticas o ajustadas al dictum y al espíritu del compositor. Y que, algo bastante curioso, por lo general, su interés era inversamente proporcional a la cronología, resultando sus grabaciones de los años cincuenta y sesenta mucho más destacadas que las de los años setenta en adelante. Por poner un ejemplo, grabó el ciclo sinfónico beethoveniano en cuatro ocasiones, el primero para EMI con la Orquesta Philarmonia de Londres en los años 50; y las tres restantes para DG con su Filarmónica de Berlín. Un ciclo por década, incorporando en cada acercamiento las mejoras técnicas que se iban produciendo en cuestión de sonido: monoaural la primera, estéreo la segunda, dolby la tercera y digital la cuarta, ya en los ochenta. Pues bien, desde un punto meramente musical, su primer ciclo, con un enfoque más toscaniniano, más aristado, con tempi más dinámicos, energía desbordante y una frescura que ya no volvemos a encontrar, es el preferido de los melómanos más exigentes. El segundo (1961-63) es el ciclo beethoveniano más vendido de la historia. Expresivo y de gran riqueza sonora, mantiene aún un excelente nivel y además se beneficia de una toma de sonido extraordinaria. El tercero (1977) y cuarto (1982-84), sin embargo, son desaconsejables por su arbitrariedad, complacencia y la obstinación del maestro por la depuración sonora, el “sonido bello” e indiferenciado de que impregnó todos los registros de su última etapa. No obstante, Karajan ha rayado a gran altura en Richard Strauss y en Sibelius en cualquiera de sus acercamientos.
La otra noche, en nocturno y cálido wasapeo; mi amigo Julio Calvet, que generosa y confiadamente me tiene por un experto en lides musicales, me preguntaba mi opinión sobre Elvis Presley. Sin duda, el de Tupelo ha sido junto con los Beatles y Bob Dylan, el artista que ha ejercido una mayor influencia en la historia de la música popular. A mediados de la década de los cincuenta, por primera vez, un género musical enraizado en la música sureña tendrá, entre sus intérpretes, un predominio de cantantes blancos. Se decía que el rock & roll era música de negros tocada por blancos. Pese a que, algunos de los padres fundadores del rock & roll eran negros (Chuck Berry, Fats Domino y Little Richard) serán los cantantes blancos, injertándole el country, los que lo harán verdaderamente popular y exportable. Entre los primeros artistas que hacen rock & roll, además de los citados, estarán Bill Haley, Jerry Lee Lewis, Eddie Cochran, Carl Perkins, Johnny Burnette, Ricky Nelson, Gene Vincent y, sobre todo, Elvis Presley. Elvis Presley no fue el primero, ni siquiera el mejor, pero su aparición como cantante y actor, viene a dotar al rock & roll de su figura más aglutinadora y prototípica. Elvis será el blanco “negro” que todos andan buscando. De hecho, antes de ser conocida su imagen, mucha gente asume que el nuevo cantante es afroamericano.
CAETANO VELOSO Y ROBERTO CARLOS. UNA HISTORIA DE ENCUENTROS Y DESENCUENTROS.
“Debaixo dos caracois dos seus cabelos” – Roberto Carlos.
“Fuerza extraña” – Roberto Carlos.
“Força extranha” – Roberto Carlos – Caetano Veloso.
La historia de la música brasileña está llena de nombres míticos: Joao Gilberto, Tom Jobim, Baden Powell, Toquinho, Astrud Gilberto, Vinicius de Moraes, Sergio Mendes, Gilberto Gil, Elis Regina, Chico Buarque, María Bethânia…. Todos ellos vinculados al ámbito de la Bossa-Nova, una mixtura procedente de la samba y el jazz. Pero hoy nos detendremos en la historia cruzada de dos artistas con distintas concepciones artísticas e ideológicas. Hablo de dos grandes músicos; Caetano Veloso y Roberto Carlos; y nos hemos de situar a mediados de la década de los sesenta. Caetano era un intelectual de izquierdas, poeta, cineasta, compositor y músico experimental. En 1967 había sido el fundador de un movimiento conocido como “Tropicalismo” junto a Gilberto Gil y Gal Costa que supuso un impulso para la renovación de la música popular brasileña. Roberto Carlos era la gran figura del pop, había comenzado su carrera artística a finales de la década de los cincuenta emulando a Elvis Presley (pese a su movilidad limitada por una pierna ortopédica) y su popularidad fue creciendo de forma ciertamente desmedida. De hecho, en Brasil, Roberto Carlos es la única figura en compartir con Pelé el título de “O rei” en cualquier ámbito. Pese a haber frecuentado los mismos lugares, Roberto Carlos y Caetano Veloso no eran amigos. Es más, Caetano desconfiaba de un cantante como Roberto Carlos que cultivaba géneros foráneos a la música brasileña y “americanizaba” a la juventud. A finales de los 60, Roberto Carlos había dado un giro a su carrera, hacía la canción melódica y en 1968 había sido el primer cantante no italiano que había ganado el Festival de San Remo con “Canzone per te”. Por aquel entonces Caetano Veloso vive exiliado en Londres junto a Gilberto Gil ya que veían peligrar su seguridad en Brasil bajo la dictadura militar. Estando en Europa, Roberto Carlos tuvo entonces el gesto de visitarlos en su casa de Chelsea y poco después compuso con Erasmo Carlos la canción “Debaixo dos caracois dos seus cabelos” (1971) que secretamente estaba dedicada a Caetano. Una de sus más hermosas canciones lo cual no es poca cosa para un artista que cuenta en su repertorio con canciones como “Detalles”, “La distancia”, “El gato que está triste y azul” o “El progreso”. La letra, traducida del portugués, decía:
Hace unos ocho años comencé a mantener, además de la personal, una relación epistolar vía email con el poeta José Luis Zerón. En la primera hora de esa ya dilatada correspondencia recuerdo que, una vez le hablé a mi amigo de la ópera inconclusa de Debussy, “La chute de la maison Usher”, basada en el célebre cuento de Edgar Allan Poe. Él no sabía de su existencia y le prometí pasarle una grabación que yo tenía, de ilícito origen. Esta tarde de confinamiento, con la casa a oscuras, la tormenta rugiendo en el exterior y la plaga dominando todas las esferas de la vida pública y privada, he recordado el cuento de Poe, la música de Debussy y la promesa incumplida al amigo. Así que, José Luis, este texto lo escribo celebrando nuestra amistad y en reparación de mi olvido.
Debussy había conocido la obra de Poe a través de la famosa traducción de Charles Baudelaire. Sabido es que, el autor de Las flores del mal, tiene el honor de haber sido el primer traductor de Poe fuera del mundo anglosajón y se considera el introductor de Poe en Europa. La primera pista sobre una obra musical basada en el cuento de Poe, aparece en una carta que data de 1890 del poeta y crítico André Suarés al escritor Romain Rolland. En ella, el primero decía que Debussy estaba trabajando en una sinfonía que desarrollaría los temas psicológicos basados en la obra de Poe, y en especial de “La caída de la Casa Usher”. No llegó a materializarse esta obra sinfónica. Sin embargo, alcanzó un gran éxito con su ópera “Pelléas y Mélisande” estrenada en 1902, basada en una obra teatral del dramaturgo simbolista Maurice Maeterlinck. La historia también inspiró a otros músicos contemporáneos como Fauré, Sibelius y Schöenberg. A raíz de este éxito, Debussy vuelve a su proyecto, pero esta vez centrado en un cuento concreto de Poe, “El diablo en el campanario”. Tampoco llegará a terminar esta composición y utilizó su música para una pieza de piano, “Morceau de concours”. En 1908 comienza la composición de una obra más ambiciosa sobre “La caída de la Casa Usher” en un acto y dos escenas y según un librero propio basado en el cuento. Trabajó en ella hasta 1917, y la abandona inconclusa unos meses antes de su fallecimiento. Durante ese lapso de tiempo compone obras como “El martirio de San Sebastián”, las “Tres baladas de François Villon”, el “Segundo Libro de los Preludios para piano” y los “Doce estudios para piano”. Completó el libreto y un borrador de la música para la primera escena y parte de la segunda. Existen varios intentos de reconstrucción para hacer ejecutable en concierto la obra de Debussy. La del compositor chileno Juan Allende-Blin se presentó en la Ópera Estatal de Berlín en 1979 con Jesús López Cobos en la dirección. Dicha versión fue grabada por la multinacional EMI, con Georges Prêtre dirigiendo la Montecarlo Philarmonic Orchestra, con una duración de 23 minutos, que es la que compartimos hoy. La edición discográfica se complementó originariamente con dos piezas más basadas en Poe, de André Caplet, sobre “La máscara de la muerte roja”; y de Schmitt, sobre el poema “El palacio encantado” que está ubicado dentro del cuento “La caída de la Casa Usher”.
Como aviso para navegantes, en el álbum conceptual “Tales of Mystery and Imagination” (1976) de The Alan Parsons Project, la música del preludio de la pieza instrumental “The fall of the House of Usher”, aunque no aparece en los créditos del álbum, corresponde a la música de Debussy. También ponemos el enlace.