Archivo de la categoría: relato

UN  PIANO  EN  EL  GABINETE, José Pedro Vegas

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             (Para mi hemana Tere, in memoriam, con un supuesto permiso

para desvelar los secretos de otros tiempos)

Peter H en Pixabay

Es posible que ni siquiera exista ya aquel gabinete adornado con un soplo del pasado,  así como  la lámpara y  la mesita, el espejo sobre un sofá  de los años 20, y sobre todo el piano, aquel piano  que recogía el polvo de las canciones y las melodías  que desfilaban por sus teclas con frecuencia.  Quizás esté abandonado y olvidado.  O lo hayan cambiado de lugar. El piano era parte importante de aquella habitación que llamábamos el gabinete y que  servía oficialmente de recibidor para las visitas de cierta importancia, pero que era sobre todo un pulmón de recreo en la familia. Allí, alrededor del piano, flotaba una gasa que envolvía  las reuniones familiares con su toque de sentimentalidad y música variada, acompañada a veces por canciones quizá  un poco rancias, al menos considerándolo desde un punto de vista actual. Ahora me llega aquel recuerdo con un deje de decadencia en la memoria. Algo así  como  la Lisboa de finales del siglo XX. “Lisboa antigua y señorial”.

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CROYDON (1961) EN EL BAÚL DE LOS RECUERDOS , José Pedro Vegas

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Llegué en tren a Victoria Station, y desde allí a la ciudad de Croydon (todavía no absorbida como municipio por el Gran Londres), con  la maleta repleta de planes e ilusiones, huyendo en cierto modo de la dictadura franquista que pretendía encorsetar mi mente, pero aprovechando también una oportunidad única que marcaría el resto de mi vida.  Como joven universitario de Filología Inglesa en Madrid, tuve la suerte  de formar parte de un acuerdo entre dos ministerios de España e Inglaterra para un intercambio de estudiantes de ambas lenguas.  Según mi contrato sería “assistant teacher” en Trinity School, Croydon, el  colegio adonde estaba destinado, toda una reliquia de costumbres y arquitectura tradicionales, majestuoso en sus torres góticas, sus claustros por donde corrían chicos pulcramente uniformados, los verdes prados de North End o las togas negras con las que se cubrían los profesores… Todo contribuyó a formar un núcleo de impresionante sensación a mi llegada.  (Es una pena que  esta clásica estructura fuera  demolida en 1969, en contra de la opinión popular, por razones urbaníaticas de remodelación y ampliación.)

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VIVENCIAS  IRREALES (?)  CON  PIANO  Y  MAR, por José Pedro Vegas

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 1 –

Cuando entré en el  apartamento  que deseaba visitar antes de que el edificio fuera demolido,  me pareció  escuchar una   música que procedía del piso de al lado. Era  una música in crescendo que desestabilizaba  el aire como el balanceo de un barco en alta mar. Pegué mi oído a la pared de donde parecía proceder la música y me envolvió una sensación de inquietante zozobra.  Luego, de pronto, como si respondiera a mi entrometida curiosidad, la música se convirtió en  una carrera de fusas y semifusas en mi cerebro. Mi sensación era que las notas se despeñaban en el aire  a una endiablada velocidad, quizá arrastradas por el viento que empezaba a desmelenarse en el exterior.  ¿Era una llamada? ¿Una petición de auxilio?

Estábamos  todavía en  invierno, por lo que las obras proyectadas tendrían que esperar a que el viento amainase sus embites contra las paredes de aquella construcción  ilegal,  casi  lamida por la marea. De algún modo me sentía  extraño, como un intruso que se atreve a irrumpir en una dimensión desconocida. Envuelto en la incertidumbre, me pareció que  la fuerza del mar comenzaba a  enmarañar de algas la playa  como si  éstas, atándose como maromas a los cimientos del atrevido edificio, quisieran arrastrarlo mar adentro hasta los dominios de Poseidón. ¿Eran  acaso los silbidos del viento quienes introducían en mis oídos melodías imaginadas, posibles cantos de sirena que pretendían avisarme del furor acrecentado de las olas?  De todas formas, cada vez me cercioraba más de que el sonido del piano que habia escuchado en un principio no era producto del viento,  ni del roce sesgado de las olas que empujaban cada vez con más fuerza la marea. No. Aquella extraña melodía parecía provenir, sin duda, del piso que estaba a mi derecha.

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  I R E N E, por José Pedro Vegas.

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De una discutible decisión en soledad

 

El ceño algo adusto, quizá triste, y el carácter ausente de la mujer que había llegado a aquel piso décimo enfrente del mar no ofrecían ninguna clave sobre su profesión o sus gustos. Nadie sabía nada de ella, porque ella misma no se prestaba a cuchicheos y contestaba con monosílabos sabiamente dosificados para que, sin parecer grosera, nadie se atreviera a seguir deshilvanando un ovillo de preguntas capciosas con vocación de tela de araña.

Yo mismo, que fui vecino (y tal vez amigo) de aquella mujer que durante dos meses vivió entre nosotros, pensaba al principio, aun no siendo proclive a meterme donde no me llaman, que su actitud se despegaba demasiado de lo que se espera de cualquier individuo que ha escogido vivir entre sus semejantes. Porque en caso contrario, tal como oí en una ocasión comentar fugazmente a la portera “¿Para qué vivir en un bloque de estas características?  Una alquila, o compra si puede, una vieja casa de pescadores a la orilla del mar y disfruta allí de la existencia de  eremita que desea.”

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  LUCIÉRNAGAS, por José Pedro Vegas

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naukas.com

¿Quién no recuerda esos destellos luminosos que nos han sorprendido en una noche cerrada, tal vez cerca de un bosque o de tierras húmedas, parpadeando como alfabetos  en morse  que cambian o desaparecen de pronto para  volver de nuevo a lucir, y que nosotros, con la vuelta del día, tan sólo recordamos como fugaces  fogonazos de nuestra memoria? Pues bien, en mi vida no sólo me he sentido sobrecogido  por  la luminosidad del sol o influido por  luces potentes que me han marcado una senda a seguir, también  han decidido en mis movimientos pequeños chispazos de inspiración (buena o mala, eso es otro problema), destellos  de acciones, personajes o lugares que, como las luciérnagas, han aportado su humilde colaboración en el devenir de mi autobiografía sin una luminosidad o protagonismo especiales, pero que existen ahí, en ese rincón medio olvidado de nuestra mente y que yo me propongo rescatar ahora para darles la importancia que en mi opinión se merecen, a pesar de su fugaz paso por mi vida.

 

1.- ESPERANZA, no sólo un nombre del pasado.

Empiezo recordando a aquella jovencita de Baiona, íntima amiga de mi hermana Tere (y, por tanto, siete u ocho años mayor que yo), que ya apareció en las páginas de mi libro de recuerdos y aventuras infantiles en aquella inolvidable población gallega. Baiona presumía de auténtico castillo, barcos pesqueros y veraneantes  de otras regiones del interior de la península que, huyendo del calor  hacia el norte, todavía no recibían el nombre un poco desdeñoso de simples turistas.

Esperanza García del Villar fue para mí, durante aquellos veranos de audacias y bendita inmadurez, una parte del grupo algo mayor al que pertenecía mi hermana y que, por tanto, organizaban sus propias excursiones e incluso coqueteaban y empezaban a bailar con chicos. Nos juntábamos a menudo, eso sí, gracias a la gran amistad que nos unía a las dos familias y a las sorprendentes comedias que organizábamos con frecuencia en la terraza y el patio de la casa donde vivían sus padres. Pero todo eso ya lo conté con detalle  en el librito  sobre aquella época.

Fue precisamente ese libro lo que inició, muchos años después, lo que podría denominar como mi nueva y más entrañable amistad con ella. Y todo sucedió por pura casualidad puesto que yo, viviendo ya en la zona de Alicante y del mar Mediterráneo, y tras la pérdida  unos años atrás de mi hermana Tere ( que había seguido contactos esporádicos con ella en Madrid según me enteré luego) no tenía la más ligera noticia sobre Esperanza ni sobre su posible paradero. Parece que mis recuerdos descritos en “Aquella Baiona de los años 40 y 50” cayeron en manos de quien conocía a Esperanza y a su familia, por lo que no tardó en telefonearla para decirle que tanto ella como su hermano aparecían en las fotografías en blanco y negro de un libro de su época de jovencita, y que en él se narraban curiosas anécdotas de viejas amistades y sucesos acaecidos cuando el castillo, por ejemplo, conservaba su antiguo palacio antes de ser convertido en Parador Nacional.  Incluso, siguió comentando la descubridora del libro, en una de las viejas fotografías tomadas en la playa de la Barbeira, el autor comentaba a pie de foto que tanto ella como su hermano eran considerados “amigos íntimos”…

No tardó Esperanza en hacerse con el libro y quedar anclada  en las andanzas que ella misma había vivido con la alegría e intensidad de aquella época mágica de excursiones junto al mar, camaradería compartida y funciones “caseras” de teatro a las que su padre, el doctor García del Villar, había puesto una música graciosa y pegadiza durante los inviernos pasados en Madrid. Tal como me confesó más tarde, Esperanza tuvo dificultades para conseguir mis señas de la editorial que había publicado el libro. Pero su insistencia consiguió lo que deseaba y no tardó en escribirme una emocionada y cariñosísima carta que volvió a sumergirme en los hechos y personajes descritos con  sentida  añoranza. Mi hermana Tere ya había fallecido años atrás y Esperanza estaba ansiosa por conocer más detalles spbre los hijos que ella había tenido. En cuanto a mí, empezaba su carta llamándome  “José Pedrín”, el apelativo cariñoso con el que todos se referían a mí entonces, al ser prácticamente el benjamín  de las familias más allegadas de los veraneantes, la de Esperanza y la mía.

 

La idea de escribir sobre las andanzas  y sentimientos de  aquellos veranos me   conquistó enseguida al descubrir unas viejas fotografías  aparecidas,  como había dicho Karina en una de sus canciones, en el baúl de los recuerdos. Fueron aquellas viejas fotografías en blanco y negro las que removieron el fondo un tanto oculto, después de tantos años, de mi niñez y primera juventud junto a la grandiosidad del mar. Viviendo ya en el siglo XXI entre la ciudad de Elche y Santa Pola, tenía al lado otro mar, el Mediterráneo, pero las fotografías encontradas me hicieron retroceder a la otra punta de España, a la añorada Baiona, e  hicieron brotar en mi mente  el olor y  las sensaciones saladas de  aquel Atlántico imprevisible que balanceaba los barcos pesqueros con el ritmo de las mareas y que compartió mis aventuras vividas en una magnífica y pletórica irresponsabilidad.

 

Una vez terminado y publicado el librito, me asaltaron como es natural las ganas de volver a  la Baiona actual y ver su evolución desde los tiempos en que yo la había conocido y amado. No sin ciertos reparos, es cierto. Temía sufrir el desengaño que suele producirse cuando uno vuelve, ya mayor y tras haber viajado con éxito, al sitio en que ha crecido como niño. Pero, siguiendo la tendencia de la editorial (que ya había centrado su propaganda de venta en librerías de aquella área) decidí sencillamente enviar mi librito a la Concejalía de Turismo de Baiona con un cordial saludo. Así, sin más. No tardé, sin embargo, mucho tiempo en recibir una muy amable contestación invitándome a presentar mi pequeña obra en una sala del ayuntamiento. Y fue precisamente entonces cuando alguien, que había adquirido la obra ya expuesta en las librerías del pueblo, se puso en contacto con Esperanza y ella, a su vez, me escribió la primera y emocionada carta de nuestro contacto posterior.

 

Mi viaje a Baiona constituyó, además de mi reencuentro con Esperanza, una emocionante aventura que supuso como una especie de catarsis. Decidí hacer el viaje en coche, solo, y si al principio pensé que podía hacer los más de 1.000 kms. en una sola jornada, en la práctica decidí pernoctar una vez pasada Medina del Campo y así llegar a mi destino más  descansado y tranquilo. Ya habíamos intercambiado varias cartas y fotografías actuales Esperanza y yo, y tanto ella como sus hijos se habían preocupado de conseguir mi estancia en un hotelito en pleno paseo de Elduayen, exactamente frente a la bahía de Baiona, no lejos del puerto de pescadores.

Al citar “el puerto de pescadores”, puede dar la impresión de que me estaba refiriendo al puerto modesto y entrañable que yo recordaba. La verdad es que, tal como yo había visto  en televisión con motivo de alguna competición de yates o fiestas en el puerto deportivo, todo había cambiado. El progreso y el turismo internacional se habían adueñado del antiguo pueblo convirtiéndolo en una atractiva población. Incluso, tal como creo haber mencionado, el palacio que presidía la gran explanada de arena en el centro del castillo había sido sustituido por un moderno Parador Nacional de cierto renombre. Aquel palacio de arquitectura original y torres de tendencia isabelina (concebido por el antiguo dueño y restaurador del castillo, mi inolvidable D. Ángel Bedriñana) había desaparecido. Para verlo de nuevo tengo que acudir a la fotografía que conserva el libro, en la que un buen grupo de las familias citadas, de las que destaca el aspecto erguido y satisfecho de D. Ángel, muestran al fondo un amplio panorama  de lo que fue aquel palacio convertido en un apreciable museo en su planta inferior.  Un niño con una rodilla en tierra delante del grupo parece impresionado por la majestuosa panorámica. Sabe que tiene que portarse bien y, tal como ha prometido su madre al perfeccionista dueño del castillo, no puede tocar ninguna de las piezas exhibidas en el museo. Aquel niño, llamado con justicia “José Pedrín”, es el inicio de lo que yo, para bien o para mal, he llegado a ser.

 

Fue emocionante ver cómo, durante la presentación de mi libro, la gente congregada en la sala de actos del ayuntamiento (a mi izquierda el alcalde, ambos con micrófono sobre la mesa que presidía el acto) compartía conmigo una cierta  añoranza sobre aquella época que yo procuraba revivir. Incluso algunas personas mayores protestaron por la demolición del antiguo palacio y la construcción en su lugar de un Parador supermoderno que, según algunas opiniones, desmerecía del antiguo ambiente que rodeaba las entrañas medievales de aquel reconstruido castillo enfrentado a las olas y a las leyendas del mar.

 

 

La realidad  de Esperanza, a pesar de estar convertida a su vez en una señora mayor con  su marido y sus propios hijos, sirvió para alentar nuestra amistad y para seguir con entusiasmo aquellas emotivas cartas que constituyeron durante varios años un estímulo a nuestras ganas de vivir. Reconozco que yo terminé descuidando un poco aquella correspondencia que inundaba de entusiasmo las palabras animosas de Esperanza. Mi vida privada alejó en cierto modo la continuidad de aquellos mensajes que aparecían,llenos de luz, en las líneas entrañables de mi amiga. Creo que ella, a través de mis cartas, recuperaba el entusiasmo de aquella jovencita que, junto con mi hermana Tere, deambuló por el paisaje inolvidable de aquellos años que posiblemente ella, quizá decepcionada por su vida actual, había mitificado  en los resortes escondidos de su corazón.

Siento que el final de esta historia no sea precisamente un final feliz, porque yo lo recuerdo con honda amargura. Habían pasado meses, quizá más de tres o cuatro sin recibir noticias suyas, cuando recibí una llamada en mi móvil mientras iba conduciendo.  Recuerdo perfectamente que estaba atravesando la calle paralela al mar de Los Arenales, un enclave turístico situado estratégicamente entre Alicante y Santa Pola. El lugar es amplio, con tráfico ininterrumpido en temporada y con una playa alargada que se abre hacia los confines   inquietantes del mar.

Me detuve enseguida en un pequeño espacio a mi derecha que estaba libre. De algún modo sentía la importancia de aquella llamada. Contesté al móvil con un débil “¿Sí…?” La respuesta llegó con una voz femenina envuelta en una decidida timidez . “¿Hablo con José Pedro Vegas?” Hacía la pregunta como si luchara con una difícil tarea que no pudiera evitar. “Sí, desde luego, dígame…”

Y entonces lo supe. La llamada venía de una hija suya que, según me dijo, había visto mi nombre en las cartas que su madre y yo nos habíamos estado escribiendo en esta última etapa de nuestra amistad. Por eso, dijo, se había atrevido a llamarme para comunicarme que su madre, la entrañable Esperanza de los mágicos tiempos de Baiona, acababa de fallecer.

Se me nublan los ojos al recordarlo. Estuve un buen rato inmóvil, sin decidirme a poner el coche en marcha. El mar, esta vez el Mediterráneo, me hacía llegar un sabor a salitre mezclado con los gritos contagiosos de las gaviotas…Al fin, muy a mi pesar, decidí poner el motor en marcha y mezclarme con el tráfico imprevisible  de la vida.

Así fue cómo terminó aquella inesperada segunda etapa de mi conocimiento y amistad con la inolvidable Esperanza, una forma de dar un salto en el tiempo y rehacer  recuerdos que ya parecían haber sido arrastrados por la marea inexorable de los años…

 

LA  CHICA  AZUL, por José Pedro Vegas

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Khusen Rustamov en Pixabay

 

 1.

 

Enfrente de mí tengo abierto el ordenador. A mi izquierda, pegado a mi mesita y a partir de su altura, un amplio ventanal me inunda de la luz que  el sol ya ha conquistado al otro lado de la calle, tanto en las aceras como en las fachadas  que  se pueblan de pequeñas terracitas abiertas  al aire puro de la mañana.

Una mosca me hace volver la cabeza para ahuyentarla.  Entonces no puedo evitar la carga afectiva de un cuadro colgado en la pared. Está exactamente detrás de mí, a cierta altura sobre mi cabeza. Nunca he podido prescindir de algunos cuadros que me han acompañado durante parte de mi vida. Éste es una copia de un óleo de Picasso, Desnudo azul, en el que el pintor esboza con trazos simples  una mujer desnuda sentada de espaldas que apoya su cabeza  en una de sus piernas dobladas sobre sí misma. La figura, con una cabeza reclinada hacia adelante que no muestra su rostro sino tan sólo una masa de pelo negro, parece suspendida en el misterioso color azul que acuna su indefinida  personalidad…Sí, recuerdo, lo adquirí en Mallorca. Mi  amiga de entonces, la bella y exótica Ljuba, de una cierta timidez  que flotaba en el misterio indeciso de sus ojos,  me rogó que lo comprara admirada por la profundidad que escondía, según ella, aquella mujer desnuda y de espaldas, encerrada en sí misma, flotando en un azul manchado de sugerencias  con algunos brotes de color más claros que abrían mil posibilidades de interpretación.

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«EL  GRITO  DE  TARZÁN  DEL  SR.  LÓPEZ» por José Pedro Vegas

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(Pequeño homenaje, en el recuerdo, a la  revista “La Codorniz”)

Aquel lunes el Sr. López llegó tarde a la oficina y tuvo que enfrentarse, después de las primeras reconvenciones de su jefe inmediato, a la expresión ceñuda y desabrida del “gran jefe”, director de la empresa.

Al Sr. López  se le había estropeado el despertador (o no lo había oído, ¿quién podía conocer las actividades trasnochadoras del Sr. López?) Y además, según confesó, se le había pinchado una rueda en su camino a la oficina (“Bueno, eso es lo que dice usted, por supuesto, pero debe pensar que con una excusa así, tan manida, no puede pretender más que un pequeño margen de credibilidad”). Y es que  hasta para las excusas hay que tener imaginación.

El Sr. López, ya cincuentón y sin mucha ilusión por su trabajo,  era fiel imagen (calva incluida) de los escribientes de aquella oficina siniestra (sic) que aparecía regularmente, durante los llamados tiempos del franquismo, en la revista humorística “La Codorniz”. Para no faltar al tópico, el Sr. López tenía más de dos hijos (cuando hoy llegar a dos es casi una hazaña), una mujer ama de casa con pretensiones fracasadas de libertad, una hipoteca traicionera que suele poner de los nervios al más pintado, un Seat Ibiza pagado a plazos, una televisión que provocaba las consabidas peleas a partir de las seis de la tarde con su mando a distancia…

Aquel lunes el Sr. López no sólo había llegado tarde, sino que tenía encima una mediogripe amenazante, números rojos en su cuenta de la Caja de Ahorros, una quiniela desacertadísima y unas tareas en su ordenador de trabajo que no terminaba de solucionar. Quizá esto demostraba únicamente una comprensible falta de preparación para los nuevos tiempos.

El ambiente de la oficina era perfecto, eso sí.  No se podía poner ningún pero al aire acondicionado que se regulaba automáticamente. Además, su mesa era amplia, el asiento ergonómico (¡qué detalle!), la luz más que suficiente, el ordenador último modelo, e incluso, como decorado de fondo, un apropiado hilo musical invitaba a una suave puesta en marcha de la eficacia laboral, aumentando el rendimiento en un 11,87% en comparación con una oficina convencional. Por todo ello el Sr. López, y esto es comprensible, se sentía un tanto disminuido ante tal derroche de perfección técnica a su alrededor, aparte de los naturales derroches de vitalidad, movimiento, iniciativa y euforia de algunos compañeros suyos, desde luego bastante más jóvenes, que no parecían coger nunca la gripe, ni sufrir un pinchazo camino de la oficina (“eso ya no pasa nunca, hombre, si pones las ruedas apropiadas”), ni estar agobiados por la hipoteca o los pagos del coche, y que además (y esto era realmente inaudito) acertaban doce o incluso trece resultados de alguna quiniela millonaria…

De doce a una el ritmo de la oficina se detenía provisionalmente. Acercándose al horario europeo, se dedicaba este tiempo de expansión y desentumecimiento a una opción de comida (o “lunch”, como decían los más sofisticados). El Sr. López, que hoy había olvidado el socorrido bocadillo envueltp en papel de plata, pensó evitar la cafetería lujosa de la esquina adonde solían acudir los jefes y  los novatos más optimistas. Pero alguien le vio.

-Eh, López, ¿por qué no vienes con nosotros y te pagas una ronda?

Se reían. Otro dijo:

-Venga, hombre, te invitamos nosotros. Y luego te acompañamos de vuelta a la oficina, no vayas a retrasarte como esta mañana.

Más risas. El Sr. López sentía hervir su cabeza con ideas descontroladas. Se disculpó:

-Lo siento, de verdad. Pensaba andar un poco, que apenas hago ejercicio últimamente y tiendo a engordar.

Quería escabullirse, ocultarse, huir.  Dobló la esquina y, tras asegurarse de que nadie le seguía, se refugió en un bar más lejano y asequible a su bolsillo. Se dirigió a la barra y se sentó en un taburete buscando enseguida el saliente para apoyar los pies. Tosió para refirmarse y pidió un tinto con una ración de patatas  bravas. Necesitaba algo picante y fuerte para animarse y ponerse a tono. Pero las patatas estaban más fuertes de lo normal y tuvo que recurrir a otros dos tintos para acompañar el sabor picante y terminar la ración. Llegado a este punto, el Sr. López pensó que el vino era un tónico excelente y que merecía la pena repetir. Así que encajó, con un optimismo cada vez más visible, algunos vasillos extra con un buen bocadillo de chorizo. Y puestos ya a tirar la casa por la ventana, terminó con un café y dos copas de Magno “bien llenitas”, según pidió expresamente al chico que le servía.

Cuando salió a la calle, el Sr. López era otro hombre. O mejor dicho, era más que un hombre, al menos más que un hombre vulgar. Por el arte y la gracia de Baco había desarrollado su otro ego, hasta entonces asfixiado por las circunstancias de la vida. Su otro ego decidido, valiente, intrépido, avasallador…Se sentía una especie de Sandokan capaz de arremeter contra los piratas de los siete mares. O una mezcla de Superman y D. Quijote, deshaciendo entuertos a la altura de los rascacielos de Manhattan. Miraba despectivamente a las personas que se cruzaban con él, absorvidas por las preocupaciones y las prisas. Gentes  materialistas, pegadas a la tierra. Pero él, envuelto en un calorcillo vivificante, empujado por los audaces duendecillos del alcohol, se veía por encima de los demás en aquella jungla de enanos. Él era Tarzán de los monos, rey de la selva.

Cuando llegó a la oficina, unos minutos antes de la hora, estaba seguro de haber sido escogido aquel día para alguna hazaña especial, algo que rompería la monotonía de los pagos de principios de mes, los insufribles críos, las luces de neón de la oficina, el coche mal aparcado, el ceño de su mujer, los últimos impuestos, la discusión de las autonomías, el fracaso de las quinielas, las broncas del jefe, la amenaza de infarto, el hastío de la corbata, la gripe contenida con Frenadol, el despertador inoportuno, la tentación (imposible) de la vecina del cuarto, las sonrisas forzadas, la rebelión de los números en su tarjeta de ahorros, las anginas de la niña, el corte de pelo y las horas extraordinarias.

El Sr. López se elevaba, en un ascensor imaginario, muy por encima de toda aquella basura. Quería sacudirse todo aquel polvo adicional y convertirse en un ser primitivo y libre, desnudo y sin trabas, Tarzán de lianas, árboles y monos. Por eso, cuando su jefe inmediato dejó unos folios sobre su mesa, se apresuró a arrojarlos a la papelera en un gesto ampuloso, barroco, que hubiera enorgullecido a la mismísima Agustina de Aragón.

Al jefe del departamento se le desencajó la expresión, y los compañeros que entraban le miraron entre incrédulos y sorprendidos. Vio sus rostros impecablemente afeitados (corbatas de diseño en ellos, vestidos último modelo en las chicas) vueltos hacia él. Vio la actitud paralizada, el gesto desorbitado de una secretaria ya dispuesta frente al ordenador,  mientras la puerta de cristales se abría para dejar paso a la figura impresionante del gran jefe, embutido en su traje azul.

Y entonces no pudo más. Durante mucho tiempo había deseado hacer aquello, aunque fuera un deseo utópico, absurdo, propio de un subconsciente martirizado. Absolutamente irrealizable, además.

Pero no en aquel momento. El caso es que, sin saber a ciencia cierta cómo ni por qué, se vio empujado hacia arriba por alguna fuerza interior, saltó sobre la mesa y, haciendo embudo con sus manos, lanzó un estruendoso y alargado grito de Tarzán. Yo, Tarzán de los monos, pensó, rey de la selva. Se sentía de pronto pletórico de facultades, liberado, anárquico y feliz. Y, ante el asombro espectacular de toda la oficina, saltó a otra mesa cercana y repitió el grito con mayor fuerza, con mayor tesón, si cabe. Y todo el piso de aquella planta octava en el enorme edificio ultramoderno pareció temblar bajo la poderosa llamada de la selva…

Media hora más tarde una ambulancia hacía callar su sirena junto a la puerta central del edificio. Dos forzudos enfermeros y un médico se apearon apresuradamente y fueron acompañados por alguien que les esperaba junto al ascensor.

-Un caso raro –comentaba el portero con un curioso accidental-. Un empleado modelo, una persona modesta y educadísima el tal Sr. López… Y nada, que se vuelve loco, ¡quién lo iba a decir!

El otro tiró su cigarrillo al suelo, directamente sobre la acera, y lo aplastó cuidadosamente con el pie. Luego estuvo unos segundo mirando el resultado con gesto estoico.

-No somos nadie –comentó filosóficamente mientras se alejaba.

 

DAME  UN  PUNTO  DE  APOYO, por José Pedro Vegas

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Maxine Metzger

Hay un puente peatonal sobre la carretera. Nada especial desde un punto de vista arquitectónico, tan sólo un acceso para peatones que une un montículo de la ciudad con la superficie de unos grandes almacenes al otro lado, en una poblada elevación del terreno. También se puede ir en coche desde la misma carretera. Sencillamente  se rodea una rotonda para ascender  por la derecha, cuesta arriba, hasta el aparcamiento del supermercado.

Pero el puente supone un aliciente especial para los viandantes. Tiene una anchura suficiente y un suelo macizo, de  cemento, por lo que cruzarlo se convierte en un agradable paseo sobre el estruendo que muchos metros más  abajo, en la carretera, producen los coches que se adelantan unos a otros apurando las manecillas del tiempo.

En este momento hay un hombre  barbudo, de apariencia joven,  sentado sobre el suelo en actitud reflexiva. A su lado, un perro grande dormita sin cerrar los ojos mientras algunas personas pasan a su lado. Es difícil adivinar lo que piensan los viandantes sobre este hombre que, desde lejos, no se sabe a ciencia cierta si está pidiendo una limosna o simplemente descansando. “A tu edad hay que currar, no hay excusa”, susurra una mujer con un odio desconocido en su corazón. Posiblemente esté herida por el esfuerzo que un hijo suyo hace inútilmente para encontrar trabajo.  Porque nadie conoce a los  peatones con quienes se cruza ni a los que miran desde el puente  el vacío que de alguna forma les atrae.

El hombre que está sentado en el suelo apoya su pelo largo contra la barandilla del puente.De pronto, se incorpora y busca un cuaderno y un lápiz en la mochila que tiene a su izquierda. El perro no se mueve, sólo sus ojos persiguen el ruido de la mochila que está llena de pegatinas de distintos y coloristas lugares.  Entonces, al mover la mochila hacia su izquierda,  aparece a la vista un platito de plástico que, al ponerlo en el suelo,  atrae sin duda la atención del público. Sobre él un cartón reza sin grandes pretensiones: “Para pagar el veterinario que necesita César.” César debe ser el nombre del perro, me imagino. Pero el cartel sigue: “Pago su generosidad recitando  y/o entregando copias  de  poesías mías originales.” Curioso. La gente que lo lee procura ignorarlo, o sencillamente se ríe.

Apenas se oyen unos pasos suaves acercándose  al hombre  sentado y a su perro. Son las sandalias de una chica adolescente que camina  indecisa, como sin rumbo. Parece que no los ve cuando pasa junto a ellos, y dirige sus pasos hacia una de las barandillas por donde se descuelgan sus miradas furtivas y sufridos pensamientos. Nadie se fija en ella porque, aunque  es frágil y bonita, va guiada a trompicones por alguna luz interior que nadie más percibe. Asusta un poco su indecisión que la lleva de un lado del puente al otro para, tras asomarse unos segundos temblorosos, volver a desandar parte del camino recorrido.

Entonces sí se fija, al pasar de nuevo a su lado, en el hombre y su perro. Seguramente necesita un pequeño paréntesis, antes de perpetrar  la decisión dramática que parece haber  adoptado. Por eso le tiembla la mano cuando, en un instintivo reflejo de evasión, pretende acariciar la cabeza del perro.

El hombre  se incorpora y abre con su mirada las legañas que anidan en los ojos de ella.  Descubre entonces un dolor agazapado en sus pupilas y no sabe al principio cómo ayudarla, cómo reaccionar. Es el momento en que una mujer  de edad  avanzada, que camina lentamente apoyándose en su bastón, se detiene con amable curiosidad para leer el mensaje del platito.  Luego sonríe levemente, deposita unas monedas en el plato del perro y sigue  adelante sin querer molestar. Con un gesto indica educadamente que no desea recibir nada a cambio.

El hombre barbudo dice a la chica que se ha detenido casualmente a su lado:

-Desde un principio mi  idea era  pagar con poesías las monedad depositadas para César. Pero la gente camina con prisas, satisfechos de su óbolo cuando lo entregan, y no queda mucho lugar para la comunicación, y mucho menos para la poesía.

La chica está claramente sorprendida. Quiere alejarse y proseguir su plan trazado con todo detalle, no hay tiempo (por muy relativo que éste sea) para desfallecer o dejarse influir por un sentimentalismo barato. Pero las legañas desaparecidas de sus ojos han sido succionadas por la mirada transparente de él. Le puede la curiosidad.

  • ¿Qué poesías? –dice.
  • Las que ofrecen un punto de apoyo para el optimismo.

La chica tiene un pelo pajizo que se le alborota en rizos al pensar. No es ahora el mejor momento para volver a dudar, se dice a sí misma. Ya ha pasado la hora del optimismo. La vida, o la ilusión, se ha  deshecho en sus manos como un helado expuesto al sol. Se siente presionada y quiere marcharse, huir… Adelanta unos pasos y camina apoyándose con su mano izquierda en la barandilla. Si siguiera caminando, sin mirar hacia abajo ni escuchar el ruido infernal de los automóviles kamikaze, llegaría en un par de minutos al supermercado.

La duda está en la base de nuestras decisiones. A la entrada del supermercado, al otro lado del puente, hay una familia con niños pequeños que piden con insistencia los churros que exhibe un puesto de churrería. En este caso hay que decidir si se permite a los niños comerlos y, en caso afirmativo, cuántos pueden tocar por cabeza.

La chica, mientras camina en esa dirección, la dirección del final del puente, queda un momento absorta en la contemplación de esos niños que le recuerdan a su familia y, traspasando el concepto de familia, piensa con profunda desazón en el novio con quien acaba de romper. Familia, amigos, novio…Todo se entrecruza en su cabeza, dañada por experiencias que  desgarran sus entrañas sin compasión. Y por el fantasma de la duda, que todavía le asusta como le asustaba la amenaza del hombre del saco cuando era niña.

De pronto,   da la vuelta  y vuelve a caminar hacia la mitad del puente. Ya  no hay duda, piensa. No existe ninguna salida. El vacío, aunque no se atreve todavía a enfrentarse a él, la reclama con su engañoso canto de sirena.  Pero un nuevo fantasma, el miedo, le clava sus dedos en la imaginación. No es tan fácil desprenderse de la duda. Ni de los recuerdos, tanto positivos como negativos. Ni de la vida.

No se ha dado cuenta de que,  al volver sobre sus pasos, ha quedado a unos cinco metros del hombre misterioso  y de su perro.  Algunos transeuntes la miran. Tal vez su actitud lánguida, quizás  desfallecida, atraiga la curiosidad de algunas personas que, sin querer  verse involucradas en cualquier escándalo, apresuran sus pasos  para vencer al tiempo.

El hombre se ha incorporado. Ahora está seguro de que la chica necesita ayuda. El perro levanta su cabeza y huele el aire por donde se filtran indicios de tragedia. El hombre ha cogido en sus manos una de las poesías  con las que, como si fuera una guitarra, premia a las personas que depositan unas monedas para su perro. Se acerca a la chica sin  querer asustarla. Empieza a leer en alta voz:

  • “Dame un punto de apoyo,/ un susurro,/ una célula encendida de tu cuerpo/ o el remanso de tus ojos/ al mirar.”

Resuena como un chasquido breve en la cabeza de ella. Se vuelve confusa, algo desconcertada. Entonces siente que le crece por dentro el virus del optimismo  y quiere huir, necesita realizar de una vez le decisión que ha tomado, nada ni nadie puede frenarla ahora. Le urge de nuevo la desconocida profundidad  de un vacío donde perderse para siempre. Mira por encima de la barandilla del puente y siente como si todos los coches del mundo aplastaran sus miedos. Pero el hombre se ha acercado más mientras su perro ladra. Parece como si todos los viandantes  se hubieran detenido sobre el puente en una mágica expectación. El hombre no quiere tocarla, no pretende asustarla. Sólo se escucha su voz:

  • “Dame un soplo, una chispa,/ un bautismo de labios,/ dame el tenue escalofrío de tus dedos/ o el olor de tu pelo/ cuando sueñas.”

Las lágrimas  muestran un signo de debilidad, piensa ella, mientras le escurre por las mejillas un dolor húmedo al que no puede oponerse. El hombre aprovecha esta pequeña pausa, o indecisión, para poner en su voz  todo el optimismo que refleja su mirada.

  • “Dame un punto de apoyo/ y moveré el mundo,/ nuestro mundo,/ abriendo sus riquezas para ti.”

El sol se asoma entre dos nubes y pule la parte  superior de la barandilla, allá donde la gente se apoya para asomarse sobre una profundidad que subyuga. Pero la chica corre ahora por el puente buscando, quizás, el punto de apoyo que había soltado al resbalar, tan joven, por el tobogán de la vida. Ya ha llegado al supermercado, se para unos segundos  y lanza una cálida mirada al hombre que recitaba poesías. Luego se pierde entre la gente que la ignora, y frena como puede el torrente de lágrimas que ahoga sus pensamientos .

El sol se abre en lo alto, sobre las prisas de hombres y  automóviles, perpendicular al precipicio que bordea el puente. Puede ser el final, o posiblemente el principio de algo realmente importante. La chica ha desaparecido entre la gente para esconder sus lágrimas. Todo un cúmulo de proyectos circula por la mente de viajeros y viandantes. La vida sigue…

«Metralla», de Jesús Zomeño, una antología ampliada de sus impresionantes relatos, por Javier Puig    

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En Metralla,  (Alud Editorial), encontramos una antología de los relatos que Jesús Zomeño ha venido ubicando en el entorno de la Primera Guerra Mundial, y que habían aparecido en cuatro volúmenes, sobre el tercero de las cuales, De este pan y de esta guerra, que fue posteriormente Premio de la Crítica Valenciana de 2017, hablé en su día. Además de los ya publicados —aunque ahora revisados para esta edición por el autor—, entre los veintinueve que integran este libro, podemos hallar seis inéditos.

No estoy seguro de si a menudo queda explicitado, pero siempre he dado por supuesto que en los cuentos bélicos de Jesús Zomeño nunca escampan unas nubes escasamente traslúcidas. Leyéndolos se siente la humedad, la incomodidad que les pesa a los personajes, el cansancio que los atenaza, que urge una claudicación, así como el puntual desalojo de la piedad. Esta tristeza opresora que recorre el libro no excluye, sin embargo, una numerosa ocasión para el humor negro. También, a veces, tiene cabida la inserción de lo poético, aunque sea como minoritaria oposición.

La escenografía de estos cuentos se despliega por toda la Europa afectada por el conflicto, pero también, en alguna ocasión, se desplaza a países neutrales, como Suecia o la India. Solo muy raramente interviene en la narración algún hecho puramente bélico. Lo que se describe es el sentir de unos hombres atrapados en una situación extrema, en un entorno hostil, altamente exigente de una nueva adecuación a la existencia. Los motivos de esa inmersión en lo trágico apenas se sienten: “Los alemanes salen de su trinchera y avanzan. Al primero lo mato en un alarde de geometría perfecta. No hay odio alguno…” O como también en ese cuento, La guerra del soldado Marcel Galliard, en el que un sargento tiene que esforzarse para motivar a su soldado, para inducirle al odio necesario para su asesino cometido.

En Hablemos de la belleza, el narrador hace una semblanza irónica, cáustica, perversa, de los diferentes soldados, en sus momentos más desaforadamente dramáticos, más obscenamente vividos. En la gran mayoría de los relatos, la narración de los protagonistas es decididamente procaz. Untan las palabras en las múltiples llagas que va generando el tiempo atroz en el que han sido insertados. Sus explicaciones siempre están tachonadas de imágenes sorprendentes, en una singular poética, como las vertidas en Naranjas: “Tenía los pechos pequeños, demasiado pequeños para una historia importante”. “Mi corazón oscuro precisaba de sus manos”. “Se hizo transparente el agua del cubo cuando le dije que la amaba”.

No hay maquillaje ninguno en la descripción de lo horrendo. No se evitan las zambullidas en lo macabro. Los muertos son ya objetos cotidianos. “Me preguntó por Sophie, pero preferí no entrar en detalle y le contesté que bien, aunque la policía acababa de llevársela a la morgue”. Los personajes se diferencian bien por las distintas situaciones que afrontan y le sirven al autor para incidir en la temática de la guerra desde ángulos distintos que van completando una visión profundizada y diversa. Se habla de lo que más próximamente sienten, de su mundo interior abierto de par en par a los duros acontecimientos mundiales. Si divagan por los exteriores del presente, no es para eludirse a sí mismos sino para confrontar su actual existencia con los desvirtuados restos de su memoria. No se sobrevuelan con eximentes sentimentalismos. Lo que profieren es el discurso de una sabiduría transgresora que podría soliviantar a los ilustres predicadores de las teorías de la humanización. La suya es una visión tan descarada como triste, un relato de su avance por la sucesiva oscuridad que impone el tiempo funesto, por las dolorosas pero afrontadas revelaciones. El lúgubre cariz de los relatos está magníficamente expresado en los dibujos de Miracoloso.

El tono de estos personajes es el del que dicta una espeluznante confesión en la que la culpabilidad ha sido previamente descartada por un defecto de la existencia. La guerra subvierte las relaciones. La mujer ocupa papeles inopinados. La promiscuidad, la infidelidad, se tornan medidas de emergencia, socorros que sustituyen las ensoñaciones imposibles. Todo está trastrocado. Se inhabilita lo lacrimógeno y se instala una brutal legitimación. El pudor, lo contemplativo, quedan en suspenso. Lo que toca es asumir los reveses con el ejercicio de la costumbre, con el asentimiento a una extraña coherencia paliativa.

Lo relatos de Jesús Zomeño nunca defraudan, siempre se sostienen sobre un denso armazón, están pronunciados con implacable solvencia, construyen terribles dimensiones del mundo a las que asomarnos con la determinación de no acabar demasiado afectados. En rigor, tal vez salgamos indemnes, pero, de alguna grave manera, duraderamente impresionados por estas siniestras historias que nos hablan del abrumador suceso de la guerra, sobre su fuerza para quebrar la dirección de cualquier existencia.