Diario de un cinéfilo (82. «Solo ante el peligro»)

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High Noon (1952) Directed by Fred Zinnemann Shown from left: Gary Cooper, Grace Kelly

Por Javier Puig

Habré escrito al menos ciento veinte artículos sobre cine, y esta es la primera vez que lo hago sobre un western, ese género que ha dado muchas películas mitificadas por una mayoría de cinéfilos, y que, sin embargo, poquísimas veces me ha seducido plenamente. Pecado mortal, descrédito de mis valoraciones, según algunos, que ahora puntualmente mitigo. Hace mucho tiempo que quería volver a esta película que recordaba como una de las mejores de este género. Tal vez han tenido que pasar más de treinta años para que haya regresado a ella. Solo ante el peligro (1952, Fred Zinnemann) me convenció en su día y ha vuelto a hacerlo ahora. Me parece un caso excepcional. Aquí, las particularidades propias del género quedan reducidas a los escenarios físicos y a las circunstancias sociales de su tiempo, pero la historia me parece menos manipuladora, simplista, o reaccionaria, que otras.

Recordaba vagamente la parte final, pero nada de los prolegómenos de ese previsible desenlace. Y han sido estos los que me han sorprendido. Es una película perfecta desde el principio, cuando, tras los créditos, se desarrolla una bella escena muda campestre, que es el encuentro de los tres secuaces del famoso malvado Frank Miller, del que durante todo el tiempo se esperará el cumplimiento de una venganza contra el sheriff. Sin embargo, finalmente apenas oiremos su voz ni veremos su rostro, como si hubiera sido tan solo un señuelo impulsando la aparición de otros personajes más interesantes. Bajo la famosa y repetida balada de Dimitri Tiomkin, obtenemos la promesa de una película que va a cuidar extremadamente las formas. Lo siguiente, es la llegada al pueblo de ese trío, y el consiguiente revuelo, el temor expresado en el rostro de cada honesto lugareño.  Y, en oposición, la reacción del grupo de aquellos clientes del bar, que se regodean con esa inopinada distracción en una mañana aburrida de domingo.

La cámara, en distintos momentos, repasa los diferentes rostros de los ciudadanos, retrata sus emociones, la reacción con la que perciben el más que posible enfrentamiento entre un sheriff, Will Kane (Gary Cooper) que acaba de casarse esa misma mañana y tenía previsto abandonar la ciudad seguidamente; y ese hombre, Frank Miller, al que detuvo cinco años atrás, que fue condenado y ahora se ve libre por un raro indulto. 

El vienés Fred Zinnemann vio desde un principio las posibilidades del sensacional guion de Carl Foreman. El productor, Stanley Kramer, también era un entusiasta del proyecto. Sin embargo, no apostó mucho dinero en él. La película se rodó en veintiocho días. La elección de los protagonistas, especialmente de Gary Cooper, un hombre capaz de representar hondos valores con un pequeño repertorio de gestos, y de Grace Kelly y Katy Jurado, que empezaban entonces su carrera, contribuyó a dar realce a una historia intensa y profunda.

Solo ante el peligro (por una vez fue feliz la libre trasposición del título original, High Noon) no es únicamente un argumento dispuesto para crear tensión en el espectador, sino también para que este pueda hacerse muchas preguntas. Es una de esas obras grandes que admiten diferentes niveles de lectura y que se pueden contemplar como un eficaz entretenimiento, pero también como una historia que ahonda en las tremendas contradicciones a las que aboca la complejidad de las relaciones humanas.

Aquí, los personajes típicos que abundan en las películas del género, esos hombres rudos incapaces de comprender o de crear ninguna sutileza, están reducidos a dos grupos concretos. Por una parte, los tres esbirros del “malo” Frank Miller; y, por otro, el de los parroquianos del bar, embrutecidos por el alcohol y su adocenamiento. Los demás hombres —y también las mujeres— demuestran cierta capacidad para plantearse visiones propias más allá de la interpretación de un papel consabido.

El hecho de que la película se aproxime a la total sincronía con el tiempo del relato, hace que los relojes cobren una vital importancia y que el ritmo devenga presuroso, y, la acción del protagonista, en todo momento decisiva y urgente. Will Kane es un sheriff que ha sabido poner orden en el pueblo. Después de casarse, se entera de que Frank Miller está a punto de llegar al pueblo, en el tren de las doce, para vengarse. Pero, aun así, un conmocionado Kane y su flamante esposa parten en un carruaje hacia su luna de miel, hacia su nueva vida en una ciudad lejana, en la que él gestionará un comercio. Pero su conciencia conmina a ese hombre a poner freno a lo que no puede dejar de considerar una fuga cobarde. Regresa al pueblo. Su mujer no está conforme. Él le dice: “Ellos me están haciendo huir y yo jamás he huido ante nadie”. Se enfrentará a esos cuatro bandidos. Para ello, confía en esos ciudadanos por los que ha dado tanto. Pero cada encuentro será una decepción.

Cada una de las negativas con las que va a ser golpeado, tendrá una argumentación distinta, una justificación de orígenes personales, una mezcla, en distintas proporciones, de insolidaridad, miedo, o sensatez. En donde más coinciden todos, hasta el alcalde que tanto lo defiende y lo aprecia, es en que si Will decidiera marcharse se acabaría el problema. Los más enemigos lo acusan de querer implicar a todos en lo que solo es una cuestión personal de venganza. Solo unos pocos recuerdan la tranquilidad que le deben. Pero hay otros que aducen que ese logro de paz que consiguió el sheriff, en realidad ha devenido en atraso económico, pues con la limpieza de gentuza se vieron perjudicados los negocios. Otros, por el contrario, defienden que esa paz excepcional iba a atraer al pueblo importantes fábricas.

Un hombre, entusiasmado, le ofrece su ayuda, pero cuando se da cuenta de que van a ser solo ellos dos los que van a oponerse a los malvados, renunciará. Un alcohólico, que ha perdido un ojo, también le ofrece su apoyo. Pero Will no quiere a cualquiera, no puede aceptar la desesperada ayuda de un pobre hombre que necesita rehabilitarse psicológicamente pero no está preparado para luchar. Al final, cuando ya no tiene nadie a quien acudir, aparece un adolescente de catorce años, al que también rechaza.  

Lo mejor del guion es que no pretende lanzar un mensaje unívoco, sino que, sobre la grave situación que se está viviendo, se oyen voces muy distintas, y, salvo, las de los personajes más zafios, la mayoría de ellas argumentan muy bien su posición disidente. Es cierto que podrían ser tan solo racionalizaciones del pánico que sienten, de la cobardía e insolidaridad a la que se sienten abocados en oposición al indeseado heroísmo de Will, pero en todo momento se busca equilibrar la balanza con razones contrarias. Por otra parte, el sheriff recién casado es visto con cierta triste admiración por Hellen, su antigua amante mejicana; o por su antecesor en el cargo, un hombre desencantado que tal vez lo hubiera socorrido en otro tiempo, el de su pletórica juventud, antes de registrar tantas tristes y descorazonadoras evidencias.

He leído, con sorpresa, en algún sitio, que la película quiso ser un homenaje al promotor de la caza de brujas hollywoodiense, el senador MacCarthy; y, por otro, que algunos de los actores sufrieron represalias por dar vida a una historia que no dejaba en muy buen lugar a la democracia americana. Gary Cooper era el prototipo de patriota decente. En diversas ocasiones se manifestó como un republicano de los más reaccionarios. La encarnación de ese héroe temeroso, ese personaje controvertido, pudo hacerle daño. Pero se había hecho amigo del guionista, Carl Foreman, que estaba acusado, como tantos, de comunista, por los motivos más ridículos. Cooper lo defendió y amenazó con no terminar el rodaje de la película si era represaliado. Aunque, por otra parte, se hacía perdonar sus posibles pecados. En un interrogatorio de ese Comité de Actividades Antiestadounidenses, se le preguntaba: “Como persona relevante en su campo, ¿creería apropiado que el Congreso aprobara una ley que prohibiera el Partido Comunista en EE. UU?». Cooper respondió: «Creo que sería una buena idea. Pero no sé, nunca he leído a Marx y no conozco las bases del comunismo».

La película avanza hacia su desenlace, hacia esa hora del mediodía que señalarán todos esos relojes que han ido apareciendo, marcando la cuenta atrás para ese momento de la verdad, del todo o nada. Will, ya definitivamente solo, escribe sus últimas voluntades. Hasta los niños juegan en la calle a ese enfrentamiento, y el carpintero ha preparado cuatro ataúdes y él lo sabe. Entonces, Zinnemann, en uno de tantos momentos geniales de la película, en su montaje espectacular, hace un rápido repaso de todos los rostros de quienes lo quieren, pero que ya irremisiblemente lo han abandonado a su suerte. Y, entre ellos, el péndulo del reloj, y el rostro risueño de los malvados; y la silla vacía desde la que Miller cinco años atrás lanzó su amenaza. Ese hombre tan solo sabe el grave riesgo que corre. Entonces, deja libre al hombre que ocupa la celda de la comisaría. Es una muestra de humanidad en la que encuentra lo que puede ser un último gesto de agradecimiento. Sale a la calle, y ve a las dos mujeres irse hacia la estación. Solo Hellen lo mira, no así su esposa. El siguiente plano es desde el carruaje, para verlo a él en medio de la calle, totalmente solo.

Después, llega el enfrentamiento anunciado, esos minutos de acción que aquí, contrariando las normas del género, resultan tardíos y escasos. Y una sorpresa. La esposa vuelve. Y no solo eso: lo ayuda decisivamente, matando a uno de sus agresores. Antes, Hellen, que admiraba a Will, aunque un año ante la hubiera dañado con su abandono, le había espetado a Amy: “¿Qué clase de mujer es usted? ¿Cómo puede abandonarle?” Y esa recentísima esposa le contesta: “Mi hermano y mi padre murieron a balazos. La razón estaba de su parte, pero no les sirvió de nada… Deben practicarse mejores modos de convivencia”. Cada uno tienes sus razones, su experiencia, su herida, su desencantada visión del mundo. La de esa joven esposa es la de un sentir pacifista, constructivo. No le importa que la consideren cobarde. Aunque al final será llamada por la misma pulsión de conciencia que su marido. Por otra parte, tenemos a Will que se convierte en un héroe contra su voluntad, que necesita solo serlo en una circunstancia concreta, pero que luego aceptará una vida apacible y burguesa.

Al final, cuando todo ha acabado, la verdadera gratitud solo la siente por ese adolescente que se empeñó en ayudarle al observar su desesperación, en la intimidad de su oficina. Es hora de emprender la partida, nada lo une a un pueblo que le ha vuelto la espalda. Confiaba en él para no tener que ser un héroe, pero se ha visto obligado a esa sangrienta proeza. Y, a nosotros, nos queda la idea de que, con casi toda probabilidad, hubiéramos estado del lado de quienes lo admiraban, al mismo tiempo que ahora podían encontrar múltiples y bien formadas razones para no ayudarlo. ¿Habríamos hecho bien o no nos valdría ningún argumento para justificar nuestra insolidaridad, nuestra más que probable cobardía, o nuestra defección de la esperanza en un mundo más justo?

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