Archivo de la categoría: crítica cinematográfica

El poder del lenguaje

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Por Mª Engracia Sigüenza Pacheco

“Un astroblema (también conocido como cráter de impacto) es la depresión que deja el impacto de un meteorito en un cuerpo planetario.”

He tenido oportunidad de ver en los cines Golem de Madrid la película Mass (Fran Kranz, 2021), una de esas obras de arte que por su temática te anuncia una experiencia intensa y turbadora, no exenta de dolor. Cine que remueve por dentro y corrobora el poder del lenguaje en todas sus manifestaciones. Un cine que me atrae desde siempre como una promesa de epifanía.

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Diario de un cinéfilo (54. Solaris), Javier Puig

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Solaris (1972) es la película que su director, Andréi Tarkovski, finalmente consideró la menos lograda de las siete que componen su obra. Aun si le hiciéramos caso, pienso que la peor creación de este gran cineasta supera a la inmensa mayoría de las demás. Y es que realmente las suyas pertenecen a otra división, a la del puro arte. Un creador difícilmente se siente satisfecho más allá del momento de dar por finalizada su obra. De hecho, son muchos los directores que han decidido no ver nunca sus propias películas. El artista es el único que conoce la distancia entre su propósito inicial y la consecución definitiva. Pero llega el momento en que tiene que dar por bueno lo realizado, y dar validez a las insuficiencias que pueden compensarse en parte con los hallazgos inesperados.

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Diario de un cinéfilo (47. El séptimo sello), Javier Puig

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Desde la primera escena de El séptimo sello (1957), Ingmar Bergman ya nos advierte de cuál va a ser su juego. El escenario es una playa incómoda, sombría, de piedras angulosas, un lugar de reposo que no permite la relajación, un oleaje que confirma una naturaleza amenazante. Alí, un caballero y su escudero, que según los vamos conociendo, de algún modo, nos sugieren una versión de don Quijote y Sancho Panza. Y, enseguida, aprovechando un instante de soledad del primero, la aparición de la muerte, en forma de personaje lúgubre, de rostro hierático, como escayolado, envuelto en una negrísima capa. Una Muerte que busca al hombre en su soledad. Y le pregunta: “¿Estás preparado?” El Caballero le contesta evangélicamente: “El espíritu está pronto, pero la carne es débil”. Es la pulsión de vivir y la intensificación del pánico a lo desconocido. Ese caballero, Antonio Bloch, viene de luchar diez años en las Cruzadas. Quiere creer en Dios pero no acaba de conseguirlo. Se resiste a morir. Le propone una partida de ajedrez a la Muerte y esta acepta. Estamos ante un hombre tan íntegro como atormentado. Nadie, sino el único personaje vidente de la película, el comediante que aparecerá después, sabrá de esa partida en la que, en cada movimiento, el Caballero queda más cerca de su final, pues la Muerte es invencible, es inapelable, es inmisericorde.

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Diario de un cinéfilo (44. La gran belleza), por Javier Puig

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La Gran Belleza, P. Sorrentino

La Gran Belleza, P. Sorrentino

La gran belleza (2013), de Paolo Sorrentino, me parece una de las pocas películas que, en las últimas décadas, han conectado al cine italiano más reciente con su mejor época. Si los paralelismos con algunas obras de Fellini —muy especialmente con La dolce vita— son notorios, aquí no falta una genuina sensibilidad, una mirada distinta que pone su objetivo sobre un mundo que es muy comparable, a pesar de los cincuenta y tres años que separan ambas visiones. Si en aquella, el periodista estaba interpretado por el gran Marcelo Mastroianni, aquí lo está por un excelente Toni Servillo. Representan ambos dos variantes de la incursión en los exquisitos mundillos romanos.

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Diario de un cinéfilo (42. Fresas salvajes), por Javier Puig

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Fresas salvajes (1957) está entre las primeras grandes obras que realizó Ingmar Bergman. Como se recoge en el documental, Bergman, su gran año, fue este tiempo el de una fuerte inflexión en su carrera. A partir de entonces, en sus películas, la historia giraría en torno a sí mismo, ya fuera a través del personaje protagonista o alguno secundario; o, incluso, en el de una niña o una mujer. Sus rasgos autobiográficos impregnarían la pantalla haciendo de sus películas obras verdaderas. Le servían esos personajes, más que para un acto de narcisismo o de exculpación, para una confesión de sus a veces terribles defectos, aquellos que padecieron los que formaban el equipo de sus películas, los que lo aguantaban solo por ser capaz de incluirlos en las más grandes páginas del cine.

Hacia el final de esta película, la voz en off del narrador, que es la del protagonista, nos indica que ha sentido la irrefrenable necesidad de escribir, de narrar todo aquello que le sucedió en ese día cuyo transcurso estamos contemplando. Y no es para menos. Esa jornada de su vejez está llena de conmociones, ya sea en forma de sueños, de recuerdos, de encuentros, de continuos momentos significativos, de revelaciones que parecen aclarar, ya sea de forma grata o doliente, el sentido de una vida.

Isak Borg, un eminente médico jubilado, a sus setenta y ocho años, debe emprender un viaje para recoger un solemne reconocimiento en una universidad del país. Sin embargo, el día no empieza halagüeño. Despierta de una terrible pesadilla. Hace un momento, se ha visto desamparado en una calle solitaria, quemada por una intensa luz, en la que mira un reloj que no tiene manecillas, como si ya no hicieran falta para medir un tiempo ya inexistente. De pronto, aparece un coche que carga un ataúd. Este se desliza hasta el suelo. De la tapa abierta surge una mano. Se acerca y es agarrado por ella. Enseguida ve que pertenece a un hombre que es él mismo.

Una pesadilla así sería suficiente para sentirse de mal humor, para reingresar en la realidad preso del desconcierto. Su decisión de no hacer el viaje en avión, sino en coche, solivianta a su vieja asistenta. Tienen unas palabras que nunca llegan a herir de todo, como si fueran las de un matrimonio bien avenido que, de vez en cuando, se enzarza en la recurrente pero deleble incomprensión de la idiosincrasia del otro. Pero ese viaje no lo va a hacer solo, a él se le une su nuera, Marianne, que está pasando unos días en su casa, después de que el matrimonio con su hijo se haya roto temporalmente. Buscaba en él comprensión, consuelo, ayuda, pero, como le reprochará después, no la había encontrado.

En el trayecto, Isak se detiene en la antigua casa familiar de veraneo, ahora abandonada. Sin embargo, él penetra en ella y allí contempla una escena familiar de su juventud. Antes, afuera, había visto a Sara, su prima, la joven de la que estaba enamorado y secretamente prometido. La ve intentando resistir, con débil consistencia, las pretensiones de su hermano, quien acabaría casándose con ella. Pero allí también están las fresas salvajes de su infancia, ese símbolo de un mundo que aún precede al ineludible dolor.

Más tarde, bien avanzado el trayecto, Mariannne le confesará a Isak el motivo del  distanciamiento con su marido: su embarazo. Al comunicárselo, la respuesta temida. Absolutamente violentado se negó a tenerlo o a seguir con ella. Contemplamos esa escena. Los dos en el coche, bajo la lluvia, y luego, incluso, fuera, empapándose. Pero lo que arrecia insoportablemente para él es esa inaceptable noticia. Grita que no le gusta la vida y que no quiere traer a nadie a este desgraciado mundo. El doctor escucha compungido ese relato. Antes, había tenido que sufrir los reproches de ella: que es egoísta, aunque lo oculte bajo sus buenas maneras sociales. Y aún lo más demoledor: “Tu hijo te odia”. Él no se defiende, parece dispuesto a reconocer sus imperfecciones, a purgar sus errores. En ese momento, Marianne le sonríe, como si hubiera una brecha salvable entre el desprecio que siente hacia algunas inadmisibles actitudes suyas y la simpatía hacia sus momentos bondadosos. Tanto ella como el doctor, como la vieja criada, como finalmente el hijo, hacen un esfuerzo por anteponer lo afectuoso a las fundadas recriminaciones.

Por el camino se suman tres jóvenes. Son una chica y dos chicos. Él los recibe con una incondicional hospitalidad que tienen mucho que ver con su necesidad de contagiarse de esos aires juveniles, como si estos le fuesen a ayudar a conectar más vivamente con sus propios recuerdos, con los fuertes impulsos que entregadamente vivió. Los encuentra simpáticos, pese a sus dudas, sus airadas discusiones, su torpe lucha por hacer crecer su incipiente personalidad. Luego, también alberga en su coche a una pareja que es el paradigma de la recíproca aversión, del odio que se revela en la incontenible crueldad de él, que parece crecerse en su abyección al verse rodeado de espectadores. Sin embargo, estos nuevos compañeros de viaje son obligados por la nuera a bajar.

Pero el rostro de ese hombre agresivo, bajo otro personaje, ahora como examinador, aparece en otro mal sueño que tiene Isak. Si la anterior pesadilla podría tener algún toque daliniano, esta resulta totalmente kafkiana. El doctor se enfrenta a un examen desasistido de toda lógica y, finamente, se le condena a mirar una escena, la de su mujer engañándolo con otro hombre, al que habla con infinito desprecio de él. La siguiente parada que realiza Isak es, precisamente, para visitar a su nonagenaria madre, una mujer que no parece tener sentimientos actuales ni verdaderos afectos, que intenta revivirse a través de los vestigios de su juventud, sin conseguirlo.

Finalmente, llegan al destino. El solemne homenaje que se le tributa al doctor no tiene para él la menor importancia. Lo que necesita es congraciarse con la vida a través de una indulgente visión de sí mismo y de aquellos a los que —mejor o peor— ha querido, o aún sigue queriendo o puede empezar a querer. Necesita que su hijo no lo odie pero, sobre todo, que ame la vida para así poder encontrar una feliz confluencia con su esposa; que, en la relación con su asistenta, por encima de sus cotidianas discusiones, prevalezca la certeza de un irreductible afecto; que él pueda posarse definitivamente sobre los instantes de su vida que le revelen una feliz conclusión. Parece que este anhelo lo encuentra en la duermevela. Entornando los ojos, se encuentra otra vez frente a su prima Sara. Esta lo arrastra para que vea una imagen: es la de sus jóvenes padres, sentados apaciblemente sobre la hierba. Él los mira sintiendo que ha accedido a su más necesaria felicidad. Es un primer plano de su expresivo rostro, enmarcado en el cielo posterior, un logro artístico del que se sentía muy orgulloso el gran director sueco.

Si bien esta película adolece de alguna pequeña imperfección, contiene numerosos y extensos momentos portentosos que la convierten en imprescindible. A ello ayuda el guion, pleno de sugerentes recursos, así como la fotografía de Gunnar Fischer, que logra hacernos sentir la interioridad del protagonista, interpretado conmovedoramente por Victor Sjöström. En su bello y viejo rostro vemos, sucesivamente, el cansancio de la senectud, la tristeza de lo ido y de lo irreparable; pero también el precario resurgir de la alegría, la esforzada o fuertemente advenida ternura; y esa brutal vivencia de enfrentarse a la totalidad de la vida, arriesgándose a no encontrar una indulgente mirada final.

Diario de un cinéfilo (40. Bailar en la oscuridad), por Javier Puig

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«Bailar en la oscuridad» (2000), de Lars von Trier, es el retrato de un desamparo. La adversidad que empuja hacia atrás a la protagonista es la naturaleza legitimada por una sociedad inercial, siempre finalmente despiadada. Es la hostilidad de la vida cebada en una madre y un hijo. Su enfermedad hereditaria es el rastro que va dejando la inocente iniquidad de la existencia.

Selma (Björk) es una mujer checa que ha emigrado a los Estados Unidos, donde es posible la curación de la ceguera a la que está destinado su hijo. Allí tiene que vivir de un duro trabajo para el que no está capacitada debido a la galopante pérdida de visión que disimula —hasta el extremo de engañar al oftalmólogo— para no perder el mísero sueldo que necesita ahorrar. Vive en un remolque instalado en el terreno donde habitan sus caseros, el policía Bill y su esposa. Es un ser frágil y bondadoso que despierta empatías y afectos.

Aunque la película puede considerarse una denuncia —del capitalismo, del consumismo desaforado, del carácter xenófobo de la mentalidad americana, de la pena de muerte—, el director danés tampoco esta vez compone un panfleto, no cae ni mínimamente en el maniqueísmo, sino que continuamente se desdobla en un opositor a sus bienintencionadas y fáciles críticas, tratando de conseguir la máxima ecuanimidad. En sus mejores películas, busca antes su propia incomodidad que la de su público, que también la obtiene.

Lo fácil hubiera sido rodear a Selma de seres inequívocamente abyectos frente a su hijo modélico, y que ella tuviese una actitud absolutamente irrefutable. Pero en la película no es así. Las dificultades sociales a las que debe enfrentarse esa joven madre no son especialmente ofensivas, sino que podrían ser compartidas por muchos americanos de las clases inferiores. Pero es que, además, ella, desde su dulce precariedad vital, concita adhesiones afectuosas. Así, en el trabajo, el comprensivo encargado, solo riguroso por imperativo superior o por deber profesional. Y allí también, su compañera Cathy (una bellísima Catherine Deneuve en su madurez) que es, para ella, más que una amiga, casi como una madre que tiene a su disposición en los momentos más difíciles. Por otra parte, su casero y policía Bill se comporta amistosamente: cuando es preciso, junto a su mujer, cuida de su hijo rebelde. Y Jeff, ese hombre cuya bondad anega los terrenos de la exigida madurez mental —aquella que incluye la malicia, el pragmatismo, la defensión, la ególatra estrategia— y paciente e inútilmente la pretende como novia.

¿Qué ocurre entonces? Pues, por un lado, que Selma vive en una especie de recogimiento, de misión, que solo la mantiene enteramente disponible para su gran sacrificio, que es el de salvar a su hijo. Solo se permite unas salidas hacia el placer, como esas forzadas participaciones en los ensayos de Sonrisas y lágrimas, o sus visitas al cine para ver los musicales de la época a través de las descripciones que le hace su amiga. Por otra parte, esas amistades de las que goza solo lo son hasta donde sus prioritarios egoísmos les obligan a dejar de serlo. Hay algunas que resisten, como la de Cathy, que la ayuda, la defiende, se desespera por su suicida actitud; o como la de Jeff, que siempre la espera, que acepta negativas que no merman su amor irrenunciable. Pero hay otras que se doblegan ante las circunstancias. El caso más grave, el finalmente dramático, es el de Bill, el hombre que, prisionero de su desvirtuado amor, antepone a toda moralidad la satisfacción del compulsivo consumismo de su esposa.

Selma rechaza todas las ayudas que la distraen de su único fin en la vida, que es el de conseguir el dinero para la operación de su hijo. No tiene nada que lamentar. No quiere usar esa ínfima y sucia prerrogativa. Sabe que está enfrentada a lo implacable. Solo esa ansiada realidad, ese estrechísimo resquicio de luz, le ofrece una puerta a la redención. Necesita reparar un grave error, aplacar los gritos de una parte de su conciencia, aquella que le recuerda el crimen de haber dado a luz a un ser previamente condenado.

Lars von Trier nunca usa aquí el contraplano sino una cámara nerviosa, perspicaz, que parece residir en los ojos de alguien, en el alma que hay que situar detrás, en el espacio que es nuestro, del espectador insertado en la atónita contemplación de un sufrimiento. En esa pantalla, que describe los errores y los horrores de la vida, solo precisamos del alivio de una Selma que se nos escapa, que elige caminos condenatorios porque en ellos vislumbra una salvación no tan ajena.

Cuando la tragedia se produce —el involuntario crimen, esa violación de la voluntad propiciada por la traición de Bill—, todo incrimina a Selma, empezando por ella misma, por sus éticos secretos que modifican el relato de lo acontecido hasta extremos de radical oposición a la realidad. Todo el proceso que se sigue —la condena y los opresivos días en la cárcel donde se la habrá de ajusticiar— recuerdan a los sacrificios de aquellos grandes hombres que, notorios o desconocidos, prefirieron esa muerte infligida injustamente antes que corromper su propia alma. Ella se resiste a salvarse —a salvar incluso la imagen de su bondad— si ello conlleva un mínimo perjuicio para su hijo. Pero esa mujer acorralada no es una ostentosa heroína, ni una impoluta santa. Hace lo que tiene que hacer, lo que le dicta su implacable conciencia. Y tiene miedo. En el corredor de la muerte, encuentra otra alma bondadosa, la funcionaria compasiva que asume el peso de lo imponderable, que quiere ayudarla a morir sin estridencias, con un mínimo de dignidad que la exima de un bloqueo de su espíritu.

En la fábrica, en la vida tormentosa que la alcanza, su único alivio es la música. Hay que conseguir el ritmo, hay que forzarlo hasta que arranque por sí mismo, indubitable y sanador, como quien empuja un coche hasta que se prenda la chispa que restaure su fuerza. Hay que acceder a la otra dimensión, allí donde solo habita lo indemne. En la celda inicia un doloroso intento de canción al que se opone la inexorable fuerza del llanto. Hay que purificar la voz. Por fin, ayudada del ritmo que le propicia su amiga funcionaria, logra la grácil y liviana ascensión que deja atrás las duras realidades. El trayecto hasta la horca se convierte así, por unos momentos, en un lugar donde se escenifica la musical evasión de la protagonista, la mente provisionalmente poderosa negando la textura de un tiempo que, sin embargo, finalmente, súbito, aterrador, regresa.

Solo queda cantar mientras la burocracia confiere una prórroga brevísima a esa vida despreciada. Cathy, Jeff, se someten al demoledor espectáculo de esa muerte. La mujer de Bill, también está allí, pero para gozar de esa ceremoniosa visión. Los demás espectadores actúan como relamidos cómplices de una sociedad que, revestida con la apariencia de la justicia, decide sobre la vida de sus ciudadanos.

No hay alegato final. Ella no sabe —y no quiere saber— defenderse. Solo claudicación ante la aviesa organización de las causas. Y unos versos de algún hermano desconocido: “Dicen que es nuestra última canción. /Es que no nos conocen. / Es solo nuestra última canción / si nosotros lo permitimos”.

Diario de un cinéfilo (39. Joker), por Javier Puig

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Joker (2019, Todd Phillips) es un alegato contra la indiferencia que se perpetra  ante el dolor de los otros. Mantiene del comic su exageración, pero se ajusta a las correspondencias con la realidad en todas sus propuestas críticas. Hay en ese mundo de Gotham —que no deja de ser un Nueva York desnudado de sus apariencias— poderosos que, a veces, fingen la bondad y otras se regodean en una implacable superioridad, entendida como meritoria licitud para aplastar a los débiles. Esos privilegiados son los que se aprovechan de los demás, engañándolos. Así ese aspirante a alcalde que transpira la recalcitrante falsedad, esa base moral de muchos políticos; o ese showman que interpreta Robert de Niro, alguien que manipula al público, lo encandila con chistes estúpidos o poniendo a su disposición a un ser tan intrínsicamente risible como es el Joker, ese hombre que carga con una enfermedad mental que lo incapacita para responder al mundo como este exige para ser respetado, que quisiera aprender a hacer reír a los demás, y no que sea propiamente su vida un resorte de destrozadora hilaridad.

Y es que ese joven irresuelto sigue sufriendo por su muy defectuosa y potencial configuración humana. Joker malvive en el ámbito de lo oscuro, rodeado de un mundo reluctante a la voluntariosa luz. Allí reina el desorden, la incuria. Es una selva en la que, marrulleramente, todo el mundo lucha por el poder o para sobrevivir, por salir indemne o por ascender, si es preciso —y casi siempre lo es—, pisando a los ciudadanos incapaces de enderezarse. Ahí está la violencia como respuesta liberadora, como provocación que se atiende. Joker es el hombre que no ha sido ni un minuto feliz, que se mantenía en alerta, a la espera de un nuevo comienzo de vida menos miserable, que se salvaba como hombre cuidando de su madre. Pero todo termina y emerge el monstruo que lleva dentro, el que alimenta la global faz insensible, el vil regocijo de la sociedad.

Los servicios sociales no atienden su enfermedad. La psicóloga, que apenas lo escuchaba, finalmente se confiesa, hasta mostrar una desesperanza tan irreparable como la de él. Su madre le ha mentido radicalmente. Su jefe le escupe su profesional impiedad, los compañeros compiten con él. Solo ese enano lo trataba con amabilidad, solo él en el áspero mundo. También su vecina, pero ahora ya no le sirve aquel aprecio, porque sabe, con certeza, que lo teme, que ya no se fía de él, mucho menos ahora que ya no se medica. Se desencadena una forma de ser brutal. Joker se rebela. Su manera de sucumbir, el descenso infernal al que, de todos modos, está destinado, será de otra forma a la esperada por todos. Finalmente, revertirá la patética imagen de su derrota en una venganza que ejercerá con una sed infligida.

Por accidente, por esas muertes que él produce, en principio, como defensa desproporcionada, se erige como líder de una grandísima revuelta, como aquel Charlot que, de pronto, estupefacto, involuntariamente, se veía encabezando una manifestación comunista. Pero, en esa lucha de los pobres contra los ricos, no hay, en ninguno de ambos bandos, alguna figura que supere la indignidad. Esos desgraciados, que son la extensa base de la sociedad, cuando se rebelan, atizados por el primer asesinato del Joker, que entienden como la espoleta de la venganza contra los ricos, muestran una actitud horriblemente rudimentaria. Todos se manchan de descomunal egoísmo, del vómito que sienten ante los demás. Joker prosigue su desquite particular. Al fin, baila, sin música, sin sentido, se distiende, por unos momentos, de la opresión de su descomunal desvarío; sin asomo de luz, en la cárcel de su desesperada, confusa, inocente —y abyecta—, verdad.

Diario de un cinéfilo (37. El padrino III), por Javier Puig

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El padrino III (1990), me ha parecido una película de envoltura muy lujosa, una muy armónica construcción, en la que están perfectamente medidos los distintos elementos, dispuestos a través de un imponente engranaje. Así, he apreciado la habilidad de Coppola para eximir al espectador de un posible empacho momentáneo, evitando la excesiva perduración de alguna de las líneas expresivas en las que se fundamenta la película. Esa continua alternancia confiere la exacta mesura a las distintas escenas. En las festivas, prevalece la música, la amable convivencia entre quienes promueven suciamente sus exitosos negocios y quienes miran hacia otro lado. Junto a ellas, están las que nos muestran, en ámbitos alejados del paripé social o del peligroso trabajo, la intimidad del núcleo familiar, los conflictos, las contradicciones. Y, finalmente, las que directamente encuadran el rostro de la profesional maldad, el mortal riesgo de vivir en esa asesina competencia.

En esta última parte vemos a un Padrino minimizado. Al Pacino tenía cincuenta años cuando la rodó pero a su personaje se le asignó la edad de sesenta, como un momento clave, verosímil principio del deterioro físico, de la enfermedad crónica –en este caso, una diabetes que lo reduce y lo iguala a la máxima expresión de la humana fragilidad—; o como un punto de inflexión psicológico, en el que surgen algunas preguntas que pueden arruinar cualquier intento de feliz retrospección. Michael Corleone aquí se nos presenta débil, aparentemente menos temible, aunque su vigente autoridad le sigue confiriendo el poder de producir muertes con tan solo una discreta insinuación. Ello sitúa al actor en una posición indecisa, menos propicia para la brillantez, más apagada que en las dos partes precedentes, en las que su rostro duro y aquella mirada, a la vez triste y candente, lo dotaban de una especial complejidad. Aquí lo vemos abrumado por sus dudas, arrepentido de haber ordenado la muerte de su hermano. Cuando el cardenal, que luego será Juan Pablo I, lo invita a confesarse, él dice que para qué, pues sabe que no va a arrepentirse de nada. Sin embargo, comienza a hablar. Genéricamente le confía, a ese raro hombre en el que se puede confiar, sus atrocidades, pero distinguiendo muy bien el asesinato de su hermano, que es del único del que está seguro de su error, porque los demás, una vez inmerso en aquel mundo violento, tal vez fueran ineludibles, necesarios para el bien de su familia, que es toda la representación de la humanidad que le importa. Su labor social, sus grandes donaciones a los pobres, son una tapadera, una acción calculada, un movimiento negociante.

Como se trata de cerrar aquí la historia de esa familia tan singular, se incluyen diversos momentos de recapitulación, de reflexiva nostalgia. Para ello, resulta útil la reaparición de Diana Keaton, como ex mujer que sigue sin aceptar la vida del que es el padre de sus hijos; o esos fugaces flashbacks de momentos añorados, de amorosos bailes en la cumbre del poder y de la supuesta felicidad. Por otro lado, está el tema de la sucesión. Aquí, su sobrino, interpretado por un poco expresivo Andy García, representa la fuerza renovada, la impiedad indubitable, la temeraria resolución. Y no podía faltar el amor conflictivo, el considerado incestuoso —son primos— que nace entre el delfín y la hija de la familia. El Padrino, en uno de sus últimos actos de demostración de poder, lo prohíbe.

Diario de un cinéfilo (36. Johnny cogió su fusil), por Javier Puig

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De Johnny cogió su fusil (Dalton Trumbo, 1971), recordaba, casi exclusivamente, las tomas del inerme cuerpo del soldado, esa voz en off que recogía sus angustiosos pensamientos, el dolor de la incomunicación y el saber el propio cuerpo desmembrado por la demolición bélica. Pero ahora, en esta revisión, también me han alcanzado hondamente esos flashbacks que retrotraen al protagonista a los momentos más cruciales de su corta vida; o a esas representaciones de sus fantasías; o de sus pesadillas, de esas de las que nosotros nos despertamos agradecidos a la tranquila permanencia de una manejable realidad, pero que, para ese soldado norteamericano, su reincorporación al mundo le supone el regreso a la cárcel de su desbaratado ser material, a su ceguera, a su sordera, a la parálisis, a su casi total disfuncionalidad corporal, reducido a la dolorida posibilidad de sus pensamientos.

Joe solo puede vivir del recuerdo, de la imaginación que le reportan los mimbres que toma de esos veintipocos años de vida;  del tacto de la compasiva enfermera, de captar cada mínima vibración que lo envuelve. Su mayor preocupación es la indefensión, su imposibilidad de comunicarse, pero también la falta de referencias para situarse en la realidad. Una de sus escasas alegrías se produce cuando esa única enfermera que se implica totalmente en la compasión, le dibuja un “Merry Christmas” en el pecho; o cuando sitúa su camilla, por las mañanas, frente a la ventana, para que sienta, en esa mínima superficie de piel descubierta, la casi imperceptible variación de la temperatura.

Si nos pusiéramos en la piel de Joe, alcanzaríamos uno de los máximos grados de pánico imaginables, especialmente a causa de las limitadísimas expectativas, de la conciencia de nuestro amputado ser y de la enorme vulnerabilidad consiguiente. Dicen los psicólogos que cualquier incapacidad grave sobrevenida acaba siendo asimilada por quien la padece, pero es difícil imaginarse una adaptación suficiente en un caso tan extremo. Joe carece de cualquier recurso físico para afirmarse, para modificar la situación. Solo puede confiar en el cultivo de una mente férrea, extraer de ella fortalezas inauditas, heroicas, construyéndola a prueba de la impotencia casi absoluta, de una realidad con la que interactuar tan ínfima. Al menos, atesora más de veinte años de vida plena de los que extraer algunas importantes vivencias, aunque también pueda encontrar en ellas la frustración, una trayectoria interrumpida, unos deseos pendientes de culminar.

En sus recuerdos, Joe recapitula una vida que ya da por finalizada, considerando imposible una verdadera continuación. Repasa sus mayores impactos emocionales. Lo vemos en la candidez, en la pureza, que sobreviven tras el inaugural y postrer encuentro erótico con su novia; aunque también, después, ahíto de cansancio, durmiéndose frente a una desnuda prostituta que recibe a los soldados condenados a jugarse la vida en el frente. Asistimos a su comparecencia en su desolado hogar en el momento en el que el cadáver de su padre yace en la cama. Y también a distintos momentos de su relación con él, a esa oposición entre mentes distintas, a esa distancia de edades, a la torpeza afectiva, vencida a veces desde el pudoroso sentimiento, como cuando el aterrado hijo, de espaldas, tumbados en la tienda de campaña que los intima, le confiesa al padre la accidental pérdida de su preciadísima caña de pescar. Y la reacción de este, el delicado abrazo, la disculpa difícil pero reparadora de tanto desentendimiento anterior. Y luego están esas escenas oníricas, que tienen mucho de pesadilla significativa de los terrores que invaden a ese joven castrado. Son escenas que se deslizan entre aires buñuelianos o fellinianos.

La película está teñida de esa melancolía de los buenos sentimientos definitivamente baldíos, de los perdones compasivos. Es la vida fragmentada, escogida en esos momentos que nos habitan, que se graban en el libro de nuestras conclusiones acerca de la experiencia de nuestro yo. Ahí está ese padre infeliz, frustrado, agarrado a una caña de pescar, que no le omite su fracaso a su hijo pequeño. O cuando oye la voz antigua y eterna, cariñosa, de su madre: “La realidad es Dios. Y la esencia de Dios es el amor, un amor perfecto que disipa todos los miedos y cura todas las heridas”. Pero, Joe, en el lecho de la suma impotencia, de la extrema infelicidad, se rebela: “No quiero oír nada de eso de que Dios es amor, porque empezaría a odiarle”.

Esta obra parece pretender constituirse en una soflama antibelicista, por ese absurdo truncamiento de las vidas, pero es mucho más. También por supuesto, una defensa de la eutanasia, una denuncia de la falta de conmiseración de los científicos. Y es, sobre todo, un intento de significación de los enardecidos momentos que fundamentan el tiempo vivido.

Como un buen puñado de buenas películas realizadas en torno al año 70 y que me encantan (Cowboy de medianoche, El nadador, El compromiso, etc.…) adolece de ciertos excesos psicodélicos, pero, aún así, Johnny cogió su fusil se me  ha revelado como un relato  potente, emotivo, que nos hace reflexionar sobre nuestra posible capacidad mental para sobreponernos a la limitación sensorial, de autonomía, que son las armas en las que confiamos para salir airosos, para resarcirnos de la dureza de esta sucesión de pruebas que es la vida.

Diario de un cinéfilo (35. El precio de un deseo) por Javier Puig

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El precio de un deseo (2017), dirigida por Paolo Genovese, el director de Perfectos desconocidos, la película que versionó Alex de la Iglesia, plantea un argumento muy singular. Toda la hstoria se desarrolla en un bar, lo que obliga al director a recurrir a una gran panoplia de planos para eludir un peligroso estatismo visual. El protagonista está sentado siempre a la misma mesa y nunca lo veremos de pie. Se trata de un hombre misterioso, con algún poder sobrenatural, aunque él se siente limitado ante algunas demandas, como si fuera solo un instrumento de Alguien o de algún Orden superior. Es una especie de curandero de las zozobras en las que se sumen algunos, aquellas que derivan en acuciantes deseos. Hombres y mujeres acceden a él porque han oído de su poder. El problema es que para satisfacerlos tendrán que obedecer el mandato de ese hombre enigmático –al que de ahora en adelante llamaré X-, mediante una contrapartida que este lee en una misteriosa agenda y que casi siempre supondrá un pago muy alto, como perpetrar un crimen o ir contra los propios principios.

Esos hombres y mujeres acuden a ese bar, movidos por deseos fortísimos que, sin embargo, apreciados desde fuera, se pueden valorar como de muy distinta trascendencia. Una mujer quiere que su marido se cure del Alzheimer, un hombre necesita que desaparezca el cáncer que está acabando con su hijo, un joven ansía la recuperación de la vista; pero también hay una joven tonta que necesita ser más guapa o un hombre simple que piensa que sería inmensamente feliz pasando una noche con la chica del calendario que ve todos los días en su taller. Todos necesitan, en algún aspecto, al menos, cambiar milagrosamente el curso de su existencia, que viene marcado por una disposición inabordable. Y, para ello, están dispuestos a cometer las mayores atrocidades. (Aunque una vez, eso tan difícil de acometer, es lo contrario; es decirle “te quiero”, sintiéndolo, a un padre que no se ha portado bien). Es verdad que en principio dudan, parecen resistirse, que incluso, después, en mitad del proceso abandonan, pero luego casi siempre regresan para terminar de lograr aquello imposible y que ahora, por medios inconcebibles, se les pone al alcance.

X es un hombre triste, circunspecto. Parece estar realizando esa labor como un penoso y agotador deber. Recibe insultos. Le dicen: “Eres un monstruo”. A lo que él responde, sin inmutarse: “Digamos que doy de comer a los monstruos”. Y en otro momento, ya sabio él de los procederes humanos, dice: “La gente es capaz de hacer mucho más de lo que cree”. Otro le espeta: “Casi mato a una persona por ti”, a lo que él responde: “Vamos a dejarlo claro. Casi matas a una persona por ti, no por mí”. Y cuando le preguntan: “¿Por qué pides cosas tan mezquinas?”, responde: “Porque hay gente que las hace”.

Pero, ¿quién es X? Es lo que se pegunta uno de los que acuden a él: “¿Quién eres? Tienes una voz amable, ¿por qué me pides algo tan horrible?” Pero él no sabe quién es. Le preguntan: “¿Cómo sé que usted no es el diablo?” A lo que contesta, sincero: “No puedo saberlo”. Y es que, consecuente con algo que no se sabe si es autoprotección, secretismo pasivo, u honestidad, no suele ser muy explicativo. “¿Usted cree en Dios?”: “Yo creo en los detalles”. O le insisten: “¿Usted tiene un dios?” “Todos tenemos uno”. Y aún más: “¿Entonces tú solo eres un intermediario? ¿Y quién está al otro lado?” Sus poderes solo funcionan cuando prescribe aquellas instrucciones que encuentra en la agenda. Consultándola, sabe qué debe decir, esas dos fases opuestas, ante las peticiones. Unas veces: “Es factible”, y otras: “No depende de mí”.

Ante la resistencia de esos hombres y mujeres a cumplir con el durísimo pago por obtener sus deseos, él les dice que hay múltiples soluciones para un mismo problema, pero que él solo les puede indicar una. Ellos dudan “No sé si podré hacerlo”. El ciego dice: “No violaré. No soy así”. Y es que ahí está la cuestión. Salvo mandatos más leves, se les obliga a esos hombres y mujeres a que cometan un acto con el que no solo no están de acuerdo, sino que contradice brutalmente sus principios morales; un acto para el que no se no se sienten capacitados, como si no pudiese encajar en su ser, produciéndose un rechazo como el de un órgano ajeno trasplantado. Finalmente, unos lo acometen, pero otros no.

Luchan contra su deseo, casi siempre perdiendo. La anciana que anhela la desaparición del Alzheimer de su marido, deberá poner una bomba. La construye. Está a punto de explosionarla varias veces. Se frena. Recapacita sobre lo que está dispuesta hacer, sobre ese carísimo precio para su deseo. Y, poco a poco, se acerca hacia la certeza de que no deberá cometer esa equivocación: “Todos guardamos algo horrible en nuestro interior y quien no se ve forzado a descubrirlo es muy afortunado”. Al final, encuentra la razón capital para no dar el paso: “¿Cómo le miraré a los ojos? Él será otra vez él, pero yo ya no seré yo. Seré como usted y usted me da pánico”. X la mira desde su infinita pena, prisionero de ese mandato, de esa ubicación en la densa red moral del mundo. No puede sonreír aunque lo obligue la fascinada camarera del bar, cuando se quedan solos e intenta indagar, sin éxito, en su misterio. Tal vez ese sea el precio que esté pagando para que se cumpla su deseo, tal vez uno absoluto, radical, que desconocemos.