De Johnny cogió su fusil (Dalton Trumbo, 1971), recordaba, casi exclusivamente, las tomas del inerme cuerpo del soldado, esa voz en off que recogía sus angustiosos pensamientos, el dolor de la incomunicación y el saber el propio cuerpo desmembrado por la demolición bélica. Pero ahora, en esta revisión, también me han alcanzado hondamente esos flashbacks que retrotraen al protagonista a los momentos más cruciales de su corta vida; o a esas representaciones de sus fantasías; o de sus pesadillas, de esas de las que nosotros nos despertamos agradecidos a la tranquila permanencia de una manejable realidad, pero que, para ese soldado norteamericano, su reincorporación al mundo le supone el regreso a la cárcel de su desbaratado ser material, a su ceguera, a su sordera, a la parálisis, a su casi total disfuncionalidad corporal, reducido a la dolorida posibilidad de sus pensamientos.
Joe solo puede vivir del recuerdo, de la imaginación que le reportan los mimbres que toma de esos veintipocos años de vida; del tacto de la compasiva enfermera, de captar cada mínima vibración que lo envuelve. Su mayor preocupación es la indefensión, su imposibilidad de comunicarse, pero también la falta de referencias para situarse en la realidad. Una de sus escasas alegrías se produce cuando esa única enfermera que se implica totalmente en la compasión, le dibuja un “Merry Christmas” en el pecho; o cuando sitúa su camilla, por las mañanas, frente a la ventana, para que sienta, en esa mínima superficie de piel descubierta, la casi imperceptible variación de la temperatura.
Si nos pusiéramos en la piel de Joe, alcanzaríamos uno de los máximos grados de pánico imaginables, especialmente a causa de las limitadísimas expectativas, de la conciencia de nuestro amputado ser y de la enorme vulnerabilidad consiguiente. Dicen los psicólogos que cualquier incapacidad grave sobrevenida acaba siendo asimilada por quien la padece, pero es difícil imaginarse una adaptación suficiente en un caso tan extremo. Joe carece de cualquier recurso físico para afirmarse, para modificar la situación. Solo puede confiar en el cultivo de una mente férrea, extraer de ella fortalezas inauditas, heroicas, construyéndola a prueba de la impotencia casi absoluta, de una realidad con la que interactuar tan ínfima. Al menos, atesora más de veinte años de vida plena de los que extraer algunas importantes vivencias, aunque también pueda encontrar en ellas la frustración, una trayectoria interrumpida, unos deseos pendientes de culminar.
En sus recuerdos, Joe recapitula una vida que ya da por finalizada, considerando imposible una verdadera continuación. Repasa sus mayores impactos emocionales. Lo vemos en la candidez, en la pureza, que sobreviven tras el inaugural y postrer encuentro erótico con su novia; aunque también, después, ahíto de cansancio, durmiéndose frente a una desnuda prostituta que recibe a los soldados condenados a jugarse la vida en el frente. Asistimos a su comparecencia en su desolado hogar en el momento en el que el cadáver de su padre yace en la cama. Y también a distintos momentos de su relación con él, a esa oposición entre mentes distintas, a esa distancia de edades, a la torpeza afectiva, vencida a veces desde el pudoroso sentimiento, como cuando el aterrado hijo, de espaldas, tumbados en la tienda de campaña que los intima, le confiesa al padre la accidental pérdida de su preciadísima caña de pescar. Y la reacción de este, el delicado abrazo, la disculpa difícil pero reparadora de tanto desentendimiento anterior. Y luego están esas escenas oníricas, que tienen mucho de pesadilla significativa de los terrores que invaden a ese joven castrado. Son escenas que se deslizan entre aires buñuelianos o fellinianos.
La película está teñida de esa melancolía de los buenos sentimientos definitivamente baldíos, de los perdones compasivos. Es la vida fragmentada, escogida en esos momentos que nos habitan, que se graban en el libro de nuestras conclusiones acerca de la experiencia de nuestro yo. Ahí está ese padre infeliz, frustrado, agarrado a una caña de pescar, que no le omite su fracaso a su hijo pequeño. O cuando oye la voz antigua y eterna, cariñosa, de su madre: “La realidad es Dios. Y la esencia de Dios es el amor, un amor perfecto que disipa todos los miedos y cura todas las heridas”. Pero, Joe, en el lecho de la suma impotencia, de la extrema infelicidad, se rebela: “No quiero oír nada de eso de que Dios es amor, porque empezaría a odiarle”.
Esta obra parece pretender constituirse en una soflama antibelicista, por ese absurdo truncamiento de las vidas, pero es mucho más. También por supuesto, una defensa de la eutanasia, una denuncia de la falta de conmiseración de los científicos. Y es, sobre todo, un intento de significación de los enardecidos momentos que fundamentan el tiempo vivido.
Como un buen puñado de buenas películas realizadas en torno al año 70 y que me encantan (Cowboy de medianoche, El nadador, El compromiso, etc.…) adolece de ciertos excesos psicodélicos, pero, aún así, Johnny cogió su fusil se me ha revelado como un relato potente, emotivo, que nos hace reflexionar sobre nuestra posible capacidad mental para sobreponernos a la limitación sensorial, de autonomía, que son las armas en las que confiamos para salir airosos, para resarcirnos de la dureza de esta sucesión de pruebas que es la vida.