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Consonante materia, la poesía contemplativa de Juan Ramón Torregrosa, por Javier Puig

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Consonante materia (Editorial Balduque, 2019) ha sido mi primera y feliz aproximación a la obra poética del guardamarenco Juan Ramón Torregrosa. Y me he encontrado con una poesía minimalista, cercana al haiku, de una gran intensidad contenida en la dicción escueta. Se divide este poemario en cuatro apartados con el nombre de cada una de las estaciones del año. Cómo no, el primero es el de la Primavera y encontramos en él los versos más sensoriales, la mirada más ceñida al continuo acontecimiento de lo natural. Junto al poeta miramos y sacralizamos el detalle amigo de la perpetua existencia: “Mira cómo ese lirio se ilumina. / Parece que nos sonríe”. En una personificación que se repite: “El viento que no para, / travieso como un niño”.

Porque la naturaleza nos ilumina y nosotros le correspondemos con esa extrema empatía y compasión oriental ante todo lo que vive, como en ese poema dedicado a la hormiga: “Ten más cuidado. / ¿No ves cómo se afana, / retrocede, / regresa, / lucha con los obstáculos? ”. Es la idea de la contemplación de lo bello, de la no injerencia en las cosas, desde el total descarte de su posesión, eximidos de la perturbación del apego: “¿Para qué nuestro anhelo / de ascender a la luna / si ya su luz / desciende hacia nosotros, / ilumina la noche?”. Es un canto a los inagotables prodigios de lo natural, a la versátil consumación de los ciclos, a sus humildes y portentosos trabajos. Es maravillarse ante lo obvio y escribirlo sin añadida complejidad, midiendo la escueta exactitud que da luz al lenguaje.

Aquí asistimos a un insistente canto a la potencia de la vida, un canto que, desde la sencillez, quiere ser digno de ella: “Si la vida tenaz, / inquebrantable, / habita los desiertos, / trepa montañas, / se oculta en los abismos, / qué no hará / el poema”. Estas cortas composiciones no tienen título (alguna vez, entre paréntesis, el nombre de un pintor o del lugar al que se homenajea), un título que podría propender al encierro de unas palabras concisas que debieran fulgir en el centro de lo ilimitado.

El poeta abunda en la búsqueda de la pureza, en la mirada antigua, anterior a todas las clasificaciones: “Antes de los relojes / el tiempo lo era todo / y era nada: / el latir / de un corazón, / el trino de las aves, / el aire respirado. / El mundo y tú, / antes de los relojes”. Los versos, como los poemas, son cortos. No pretenden desarrollar una idea sino describir la captación instantánea, la visión de la eternidad alcanzada en la abierta confluencia entre la realidad y el hombre. Se declara aquí la aquiescencia con la sustancia de la vida que se despliega ajena a nuestras insistencias egoicas. Es la gran modestia de lo necesario, la recepción de la existencia como verdad que supera al deseo.

Si la poesía es detenimiento, estos versos nos descienden del tren de los vanos anhelos, y nos presentan, en su plenitud, el paisaje que nos redime de nuestra ansiosa mirada. Nos alzan el mirar y entonces vemos: “El universo, / que nunca se detiene”. Lo que nos circunda y no advertimos apenas, tapados por el irrestañable afán. Todo es aquí enunciación de lo que llamamos obvio y que, sin embargo, precisa, de la depuración de la invisibilidad que nos persigue. Se trata de crear la cadencia que enaltece, que torna el objeto vivo en sagrada encrucijada.

Y, leyendo estos sucintos poemas, podríamos preguntamos, desde nuestra utilitaria impronta, ¿es esto suficiente? ¿Qué diferencias hay entre la mera anotación de lo perceptible y sus trascendente ser? La respuesta la tenemos al comprobar cómo la palabra revive la imagen y la emplaza en lugares inopinados a través de los escasos signos que se posan en una página. Se avanza desde el funambulismo que, desde la altura, se opone a la caída en la nada: “Instante efímero que el arte / retiene más acá del tiempo, /más allá del olvido. / Imagen detenida / de una y de todas las rosas”. Porque a veces es la escueta consignación, el nombramiento de una sensación acaecida no sin trascendencia, el pálpito de una oración que se pronuncia en silencio.

En Otoño encontramos algunas perlas de una sabiduría tan clara en principio como ulteriormente enigmática: “Tan lento / el caracol. / Su andar / tan leve. / Y siempre llega”. O: “¿A dónde vamos? / ¿Falta / mucho para la meta? / pregunta el joven monje / al Maestro. / Ya estamos. / Aquí, ahora”. Poco a poco, en esta parte, se va incorporando la presencia humana, por delante de la mirada, no ya solo detrás: “Sueñas labios gozados, / emociones vividas, / despierto, en duermevela, / qué irreal la penumbra / que te envuelve, / el día que comienza”. Es el hombre que acepta: “Resígnate. / No pidas / imposibles. / Nada ganas y pierdes / lo mucho que te queda / por gozar”.

Esa observación desde fuera, ese Testigo que somos y no somos nosotros mismos. La incorporación del yo, ese yo esencial, que se desvela en lo quieto, ese yo que está cerca del misterio, que acata los tránsitos oscuros: “Sin noche, / cómo gozar del día. / Sin sombras, / de la luz. / La mirada lo dice, / los cuerpos lo proclaman”.

Escribir es penetrar la vida: “Días, meses sin escribir / sin ver la vida”. Con el otoño, con el invierno, se mira más hacia adentro, se descubren otros recogimientos más estériles: “Alicaído, / el canario no canta. / El día, gris. / La casa, / muda y ausente. / Es otra jaula”. Pero también lo contrario: “El mundo / es ancho y diverso. / Misterioso, / fascinante. / También tu jardín”. El ciclo se completa. La bella palabra se acompasa al pausado tránsito de lo primordial.

Sobre Heredar la nada, de Pedro Serrano, por Javier Puig

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Heredar la nada es mi segundo contacto con la poesía de Pedro Serrano, y ha sido la confirmación de aquella orientación insumisa que percibí tras leer la pequeña colección de poemas nada banales que era Falta de perspectiva. Este libro me habla también desde un tono casi ardido, desde una extraña benevolencia. No son estos versos precisamente inequívocos, sino que alcanzan cercanas imágenes oscuras, apuntados secretos que el poeta ha logrado traducir hasta los aledaños de lo presentido. Su poesía se mueve en lo etéreo, pero a la incompleta descripción de lo oculto añade lo palpable, y también los vacíos o la indomable plenitud; siempre desde una vibrante sequedad, desde una elegante vehemencia.

Con sus versos, alcanza un más allá, accede a paisajes en los que se trastocan los antiguos postulados, a una libertad que es signo de lo verdadero más indemostrable. Pues son grandes acontecimientos los que le ocurren silenciosamente al poeta, son potentes epifanías. Y, para ello, se desplaza lo suficiente de sí mismo, para poder vislumbrar otra dimensión. Baraja los distintos planos de la vida, incluso aquellos que están por debajo y por encima de ella. Busca estar en el misterio, llegar a un desorden nuevo – pero siempre provisional – de constancias, establecerse en una incisión que describa el revés de lo vanamente explicable.

Lo suyo es una afirmación constante, extraña, porque no ve la posesión en lo firme, sino en las diferentes densidades que se expanden y que él reconoce desde una oscuridad reveladora. A lo que aspira no es a la gran luz, sino a la relevancia de los pequeños y concentrados destellos de lo oscuro. Los poemas manifiestan la seguridad con la que se pronuncia una austera verdad que recorre lo cotidiano por su trastienda misteriosa, sin desdeñar la aproximación a lo cósmico.

Su mirada va más allá de lo que es visible, se añade a la confusa nitidez que dan los ojos y trasciende lo obvio hasta alcanzar aquello imaginario que realmente nos muestra lo que importa de nuestro mundo. Es cierto que sus versos a menudo se mueven en el terreno de lo inaprensible, en esa libertad que promueve la elevación sobre las percepciones consabidas. Son vislumbres de una realidad ocultada por una omnipotente luz que pretende fijar las verdades.

He aquí un magnífico poema que describe esas paradojas, esos atrevimientos a lo arduo, a lo ingrato, a lo oscuramente sutil: “El café sin azúcar / para desterrar la tristeza, / todo para no sepultar la voz, / para no destilar las sombras. / El café, como maravillosa muerte / para nada. / La muerte, como una obra sutil, / individual, / que nos quiere sorprender. / La muerte, / como un lugar al que le hemos robado las oraciones. / La nada, como otra forma de percibir la oscuridad”.

Y es que Pedro Serrano habla mucho de la oscuridad, de esa carencia de luz, a la que, físicamente, está limitado: “Dejad al poeta en el tacto / pues de nada le sirve vuestra contemplación de la luz”. O: “La noche, es la sabiduría / en la que se mueve el poeta”. “La oscuridad, es también un espacio que hace pensar / en la luz. Miento. / La luz, definitivamente, es heredar la nada”. “Hoy, veo mucho menos que antes. / Y no me aterra… No me aterra agotar la superficie, / si puedo entrar en el paisaje con el derecho de mis sombras”.

Hay en este poemario diversas meditaciones sobre la muerte: “La muerte, no es un engaño / es otra forma de jugar al peligro, / y un método diferente de regresar a la vida”. Siempre esos giros imprevisibles, esas sorprendentes imágenes a la vuelta de la esquina de unos versos libérrimos dentro de la asunción de lo indubitablemente propio.

Sugieren estos poemas el ejercicio de una temeridad, de una aventura hacia el centro de las tinieblas, en las que ni siquiera está asegurado el advenimiento de otra luz. Pero sí hay que amar incluso lo que destaca en lo oscuro: “Dignifica siempre con palabras / lo que amas, hereda el calor de los que se / encienden otra vez en el deseo, / sé un poeta de la quietud y del cuerpo / y acoge / el placer íntimo de rodear con las manos la ternura. / Dignifica las palabras con la belleza. / Arde si es preciso en el ocaso. / Puedes incluso imaginar lo que supone / la noche prendiendo sin sus lámparas”.

Pedro Serrano está siempre cerca de lo inmaterial, de lo improbado, de lo invisible, de lo abruptamente sustancioso. Por eso., convencido, dice: “Heredar la nada / la materia que quizá aún no exista”.

REGIONES MÁS COMPROMETIDAS ALFONSO PASCAL ROS, Por Adolfo Marchena

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Ars Poetica. Colección Carpe Diem (Enero, 2018).

Adentrarse en la poesía de Alfonso Pascal Ros (Pamplona, 1965) es desnudarse y arrancarse la piel a pinceladas leves, como las de un pintor puntillista. En su amplio bagaje de creación, como su título advierte, tal vez resulte, en sus regiones, una de las obras más comprometidas escritas por el autor hasta la fecha. Con un ritmo, del que no se desvía un ápice, equilibrado en la difícil labor de no atar versos por complacencia, sus versos retienen el golpe en un tambor africano que nos resulta a la vez cercano y conocido, un viaje cuerpo adentro donde la historia no es lo que parece. Entre el mar (plomada, sextante, velas mayores o mescanas) y la tierra (también el hombre del campo) el hombre es siempre el mismo, esos “propósitos de un Peter Pan” que descubre la brutal edad que tiene. El autor nos oculta, aun en el descuido, en un acto de rebeldía, la disconformidad contra aquellos que abandonan lo íntimo, el que nada posee, el que cumple “venciendo como vencen los de siempre” Haciendo mención a la poesía, la historia o la mitología, lanza sus certeros puñales contra el acto de la creación, contra los poetas como ordinaria ruleta, poetas de salón donde, en un recital, la señora de la tercera fila mira el reloj constantemente porque tiene la cena sin hacer. Hay cierta melancolía “con tanta certidumbre de mareas”, el hombre siempre combatiendo, para jugar a ser poetas con ventaja, con esas licencias poéticas de las que Alfonso Pascal Ros no se aprovecha. Puede doler, doler mucho la argumentación del autor, inquebrantable, porque a veces exageramos hasta la soledad. Existe en todo ello, en comunión con el que entiende de silencios, no menosprecio, al contrario, cierta desgana, incluso pudor, ante la envidia ajena, de aquel que pretende títulos y emblemas. Porque el poeta, al fin y al cabo, está solo. Vive también “ceñido a la deriva y no lo niega”. No niega Alfonso Pascal Ros que vaya a encontrar su lugar entre el ahora y el después. Porque lo que tuvimos, lo que fuimos, lo que somos resulta al final del día. Y porque “de nada servía interrogarlo”, concluye el libro, con el poema Regiones más comprometidas. Sirva como lección, aunque no lo pretenda, para todos aquellos y aquellas que (me incluyo) deseamos encontrar la redondez del texto allá donde el mar y la tierra se funden, para este autor que no busca del aplauso (ni se aprovecha del camino recorrido) pero sí pretende y se compromete a ser palabra en la cartografía del eco, distanciado de ciertas, llamémoslo modernidades, que por serlo, no dejan de ser inútiles artificios de moda pasajera.

Adolfo Marchena (Vitoria-Gasteiz, 1967). Poeta y narrador. Trabajó en diversos programas de radio. Dirigió las revistas literarias Amilamia, Factorum y el fanzine Odaliana. Autor de Cartapacios de Lucerna, Proteo: el yo posible, La reconstrucción de la memoria, Musicalidad de los tejados (poesía), 683 Planta Neurología (narrativa) y de manera conjunta La mitad de los cristales y Poemas Fundidos. Ha sido incluido en diversas antologías (Sin Embargo, Relatario, Voces del Extremo, etc.). Sus textos aparecen en revistas literarias electrónicas y de papel: El coloquio de los perros, Letralia, Río Arga, Turia, Los cuadernos del matemático. Traducido parcialmente a tres lenguas. Ha prologado también el libro de Javier Flores, El frío de la Fe, así como un estudio titulado Poesía de la emancipación, tierra de barbecho, sobre el libro de poesía de Alfonso Pascal Ros con el título Principio de Pascal. Incluido dentro de Poetas, antología universal, coordinada por el editor Fernando Sabido Sánchez. Su último libro publicado ha sido el libro de poesía En mi barrio no hay Quijotes (Literarte, 2018)

Sobre Espacio transitorio, la ineludible mirada poética de José Luis Zerón, por Javier Puig

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Con la publicación de Espacio transitorio, en Huerga & Fierro editores, excelentemente prologado por Jordi Doce, José Luis Zerón amplía su ya extensa obra poética; y lo hace, según nos ha aclarado el mismo autor —en la interesantísima entrevista que le ha hecho Ada Soriano—, no con sus más recientes creaciones, sino con poemas que mayoritariamente fueron escritos entre los años 2012 y 2013.

Tanta veteranía en un poeta, podría ser signo de redundancia. Pero no es el caso de Zerón, quien, en cada nuevo libro, nos obliga a resituarnos frente a su obra. Y no es que no apreciemos en ella sus valiosas constantes —sus consolidadas percepciones, la hondura de sus esenciales sentimientos, las palabras clave— sino que estas se ensamblan en un armazón suficientemente novedoso, enriquecido por las nuevas perspectivas que va descubriendo en la atenta escucha, en la escrutadora mirada que dirige a los silencios de la vida. Pues hay que intentar rebatir esa genérica confesión de solipsismo que se expresa en el poema Los otros 2: “Nosotros no escuchamos su silencio, / hace tiempo que no sabemos escuchar”.

Me ha llamado la atención, en este libro, el tono elevado de algunos de sus poemas, el grito que son, el desbordamiento de emociones claras que se expresan a través de unos versos, a menudo extensos, casi siempre exhortativos; y que buscan la revulsión de las actitudes que se resignan a las inherentes trampas de la vida. Por otro lado, me he encontrado con una amplia diversificación de miradas. Hay, en gran parte de este poemario, una más concreta asignación del sufrimiento. Aquí, la expresión del discurrir humano, de su penar indefenso, se personaliza, bien en un singularizado ser, bien en la atención a un anónimo colectivo de hombres y mujeres apartados de los supuestos festines de la vida.

Encontramos poemas que nos revelan diáfanamente su motivo, que parten de las impactantes imágenes de ese mundo que también es el nuestro, aunque estemos a salvo de sus agresiones, indiferentes a su latido. Así los poemas La niña de Srebrenica o Después de ver una fotografía que muestra a los niños asesinos en Hula (Siria). Pero también encontramos un puñado de composiciones que se sumergen en distintos universos pictóricos, así los titulados: El grito, El golpe maestro de Dadd, Paisaje con Orion ciego buscando el sol y Campo de trigo con una alondra.

Como decía, la mirada a los otros está más presente, incluso la que se dirige hacia aquellos con quienes, probablemente, no podríamos compartir sino la más escueta hermandad en el dolor. Son los excluidos, los injuriados por una vida que se desentiende de sus demoledores confinamientos, a los que no osamos mirar, para no arriesgarnos a que su existencia pueda alterar nuestras fortificaciones. Es una mirada que tiende a revertirse, que plasma lo externo en lo interior, y viceversa. Son esos transeúntes que comparten con nosotros el estar caídos en la vida sin saber: “Lo cierto es que ni ellos, / los que han perdido su propio paisaje y habitan en los umbrales, / ni nosotros, los que nos extraviamos en su propio jardín, / sabemos cuál es nuestro papel en este mundo”.

Y, al volvernos hacia nosotros mismos, al escuchar nuestras mal acalladas voces interiores, encontramos las propias variantes de aquella primaria desazón. Lo constatamos en esos poemas dedicados a los oscuros adversarios de la paz interior, a esos ineludibles componentes de la presencia de la vida, esos enemigos íntimos que es preciso combatir sin tregua, pues nunca renuncian a su aleve misión. Así, en ese poema, Soy tu miedo: “Soy el hábito oscuro de tus sueños. / Soy tu miedo”. Un miedo que insiste en la depauperación de la vida: “En esta tierra sin paz no hay paraísos / ni supermercados de la felicidad. / Soy tu miedo, acéptame. / Entrégate a mí / y te enseñaré a vivir sin plegarias”. No se puede pretender la absoluta aniquilación de las inherentes propiedades que desajustan el ser.

En Metástasis, no cabe más que reconocer esa otra presencia recurrente: “Cómo creces, dolor / cómo me rodeas, / cómo me amenazas taciturno”. Un dolor que se trata de reducir con el ansioso acopio de memoria: “Trae todos los instantes / sin horror que he vivido”. O en esa tristemente jocosa Oración a San Orfidal, ansiolítico al que uno se encomienda: “Concédeme la paz / amigo, te lo ruego. / Concédeme la incierta esperanza”.

En No te he llamado, prosiguen esos diálogos con las desavenencias que nos habitan, que nos abruman con esas altas y ominosas barreras alzadas para expulsar la luz de nuestro mundo. Los enemigos de la paz nunca se marchan del todo, permanecen agazapados, esperando que le ofrezcamos nuestros resquicios de debilidad para acapararnos: “No me hables de este mundo / saturado, sacudido, desdichado, no ahora. / Deja que mis gritos sigan tejiendo / la realidad para nombrarla.” Porque la vida es difícil: “No encontraremos asiento / en nuestra infatigable caminata, / escasas certidumbres nos sostienen / en el murmullo vibrátil de esta tarde anodina / con sus desabridos fulgores”. Pero: “Venturosos los que no se instalan en la herida / ni se pierden en los desfiladeros del grito”. Pues ese grito tan repetido, es solo recurso puntual pero no estancia deseable.

El poeta observa el camino sobre el que transitan esos hombres que son diferentes, pero por otra parte iguales en la ignorancia de lo decisivo; aquellos que se dirigen hacia la incierta completud a través de un recorrido tantálico. Se les ve arrastrar los pies por las indefiniciones, someterse a la continua tentación del retroceso, del repliegue urdido por la inmisericorde condición humana. Y ahí están esas miradas sojuzgadas por las amenazas que llevamos dentro, que forman parte del todo; las amenazas que, a pesar de las evidencias, hay que tratar de subvertir: “Se hace necesaria, por inútil, la insurrección”. Para ello hay que armarse de los escasos componentes sólidos, no traicioneros, que también nos conforman.

Y así, el poeta se subleva, inquiere, grita la luz del escuetísimo presente, la convoca frente a la conspiración de las sombras extensas. Y expone esa irrebatible razón de emerger en el desnudo momento, ante las argumentaciones del mal agüero: “Tú que sufres y padeces / tú que has nacido para interrogar al vértigo / y adoleces víctima de arritmias imprevisibles, / pide un espacio de perdón para el presente continuo”.

Espacio transitorio, desde su aquilatada diversificación, es otro profundo, intenso y bello libro de José Luis Zerón, en el que sigue afinando esa nunca saciada visión de lo que verdaderamente nos constituye, esa intrusión de la naturaleza en nuestra mente irredenta; y lo hace, esta vez, con poemas que no eluden la vehemencia; y con una dolorida mirada que dirige a los que se sienten golpeados por la más arbitraria humillación, aquella que proviene del orden ignoto. Somos extraviados transeúntes en un mundo que —a pesar de todo— ansiamos vivir, pues es la indómita correspondencia de nuestro ser más íntimo: “Mundo, eres sórdido; pero te amo”.

Colección Lunara plaquette, por Javier Puig

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Estamos ante cuatro pequeños grandes libros que son las diferenciadas muestras de una poesía hecha por hombres y mujeres bregados en el arte de plasmar su sensible visión del mundo.

Recientemente, se han publicado y presentado de forma simultánea cuatro plaquettes de poetas que residen en Elche. La menor amplitud de estos libros, de cuidado diseño pero escuetos en tamaño, podría sugerir, en principio, un aprovechamiento de obra menor, algo así como un cúmulo de salvables excedentes, que se presentaban así, con humildad, en grupo, diluyendo momentáneamente la individual importancia de estos artistas que tienen una valiosa obra aparte. Pero este posible prejuicio no ha podido maniatar mi sorpresa, al ir comprobando en esas páginas una calidad en absoluto lastrada por una desfavorable criba previa. Claro que, de estos cuatro poetas – dos mujeres y dos hombres –, solo conocía la obra de Cebrián y de An Yi Campello. No sé –aún – qué lugar ocupan en la trayectoria de Manuela Maciá y de Pedro Serrano estos intensos libros con los que me he iniciado en su obra.

Vida de poeta me ha supuesto la vuelta a una obra, la de Cebrián (aquí Carlos Javier), que me ha resultado siempre entrañable, por su insobornable autenticidad, y necesaria, por su potencia creadora. Leer a este poeta es siempre avanzar en el conocimiento del hombre que ha compuesto esos versos: “Mis poemas: sangre derramada”. Cada uno de ellos es precisa afirmación de lo que lo constituye, de la configuración personal que, entre el sentimiento y la autorreflexión, va consolidándose en una vida amadamente irresuelta.

Inicia Carlos Javier Cebrián esta plaquette con una primera parte, a la que llama Separata, en la que reúne expresiones poéticas – tangencialmente aforísticas –, aisladas u otras veces agrupadas en forma de breve poema. Aquí aparecen versos aislados, que son promulgaciones de su ser poético, una forma de autorretrato, o de retrato de aquel mundo que lo delata: “Poema: mi confesionario”, “el problema es que la vida no se comprende”, “soy animal herido”.

La segunda parte, Vida de poeta, no alberga poemas menores, sino que añade nuevas piezas capitales a su obra. Aquí prosigue con esas declaraciones personales que dirige – a veces a través de destinatario interpuesto – abiertamente a un público lector del que espera una sensibilidad comprensiva. Aunque no las tenga todas consigo, y mantenga ciertas reservas de rubor, la de aquel que duda de la amplia licitud de su discurso: “Aceptar por fin/ en qué poco estimáis/ esta mi consabida perorata”. Este pequeño libro, el más corto de los cuatro, finaliza con una Coda, unitariamente compuesta por La mirada de Josefina, que es un sentido homenaje a un amado y trascendente paso por la vida.

No conocía la obra de Manuela Maciá, pero estos Brotes que le he leído me han resultado una gratísima sorpresa. Están constituidos por poemas en prosa que me han impactado por su riqueza expresiva. Se componen de una corta, armónica sucesión de frases de ascendencia claramente poética. Su clara densidad está hecha de la captación de preciosas sutilezas que expresan agudas contradicciones. La autora se centra en un tono intimista repleto de imágenes bellamente elocuentes. No hay frase baladí, ni metáfora sin belleza o sin acierto, en estas lúcidas inmersiones en tan perturbadoras vivencias. Cada entrada es una variación sobre el tema del amor – del desamor – y podría ser perfectamente un fragmento de un hermoso diario. Son poemas del desencuentro, de la extinción, de la confrontación sentimental, de la repentina extrañeza del otro. En el desvelamiento de las ocultaciones del sentir, en el aprendizaje del desamor, siempre halla las precisas y rumorosas palabras: “Soy como un párvulo que ha de aprender a no amarte”, “fue hermoso, fue bello, nos amamos con intensidad, con ternura, incorrectamente…”, “estoy en la adolescencia de mi dolor y mi única esperanza es crecer para olvidarte”, “ya no eres tú, hace tiempo que te fuiste y por mucho que lo intento no logro hacerte regresar”.

La expresión del decaimiento está muy lograda: “En los bolsillos de la noche se esconden melancolías que las manos clandestinas oprimen”, “regreso con la tristeza pegada a mis espaldas, a donde mis manos no alcanzan, para poder alcanzarla”, “¿por qué crece el llanto dentro de mí y no quiere desbordarse? Rebusco en los rincones de mi alma y descubro un baúl de razones dormidas que no deseo despertar”. En la parte central, también Manuela Maciá incluye unos registros breves: “Cuando el dolor se haya ido ¿me quedará el consuelo de verte feliz?”, “ternuras muertas me rodean ancladas en mi sombra”. En fin, un gran descubrimiento.

La obra de Pedro Serrano también me era desconocida. Sus versos me han parecido la expresión de un carácter insumiso. Si fueran pronunciados en la calle, sin previa advertencia, el tráfico de los viandantes se detendría bajo el peso del sentimiento de una admonición. Se habría roto el consenso de la mentira, se habría osado argüir lo innombrable. Los poemas que componen su Falta de perspectiva son a menudo aforísticos, o bien telegramas de una suavidad muy frágil, presta a diluirse en las contundencias necesarias. La exigüidad en los versos es aquí altamente beneficiosa, concentra los novísimos mensajes, impide fugas del lector presto a eludir esta poesía incisiva. Hay aquí una continua rebeldía contra el silencio o el disimulo de las palabras, una incansable búsqueda de la invención de la verdad insoslayable. Pedro Serrano ha sabido percutir con tiento, desde la resolución de hablar claro, de no apartar la mirada de lo ingrato, algunas formas secretas de lo sagrado: “No caigas en la tentación de morirte antes de tiempo./ Previamente come de la fruta que otros no quieren./ Bebe el vino que toca la piel, sin decoro, /deja que las manos hurguen en tu sombra./ Sí, y tiembla”. O este verso que es fruto de su sabia ironía: “Practica la tardanza en las costumbres”. Pues eso: un decir imprescindible.

Después de Malasia en el corazón, estos poemas de An Yi Campello, reunidos en El vuelo de la grulla, me han reinsertado en ese ámbito de serenidad que sabe establecer la autora con sus nítidos versos. Sus palabras son una pacífica transcripción de las sensaciones más aquietadas, un homenaje a la beatitud, un manifiesto a favor de las dulces bondades de la paz mental. Pero también “una memoria de la emoción”: “Mi madre no es recuerdo,/ es vida en el milagro”. Lo suyo es la devoción por los nexos intensificadores de la vida, los que se establecen entre sus relevantes estancias y un yo que transcurre incitado dentro de su angosta plenitud. An Yi Campello está muy atenta a los mensajes que nacen en las cosas, a las sinestesias, a todo lo sensorial, a los enlaces que promueve la contemplación y, sobre todo, al silencio, en el que vuelve a insistir en la última parte de este grato poemario, donde se consigna esa calma que regenera la pulcritud en el vivir. En el último poema, El gran silencio, que dedica a su madre, se enlaza esa paradójica riqueza sensitiva, la del silencio, con la emoción de la primera parte, y así todo cobra un sentido integrador, una dirección hacia lo esencial que aquí se palpa desde las luminosas palabras.

Estamos ante cuatro pequeños grandes libros que son las diferenciadas muestras de una poesía hecha por hombres y mujeres bregados en el arte de plasmar su sensible visión del mundo.

Sobre El ocho de las abejas, de Cleofé Campuzano, por Javier Puig

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un poemario caudaloso y vital

En El ocho de las abejas, editado por Devenir, Cleofé Campuzano nos ofrece una poesía muy consistente, a menudo impetuosa. La autora se siente pletórica de su caudal imaginativo, que sabe contener en el momento justo en el que se precipitaría por los despeñaderos de la desmesura. Sus visiones son sometidas a la fuerza que las distingue de la temida insulsez. Sus versos están hechos de perpetuo descubrimiento, del estrépito de lo inaugural.

Se nota que la autora siente la inmensidad de toda una vida por delante, que se alza esplendente sobre los agravios de la reiteración. Todo lo dice con ritmo que no altera la supremacía de una voz que irrumpe desde la extrema necesidad, una voz que se va conociendo a sí misma a través de sus propios ecos, que se le añaden como espectro coral y se debaten más allá de las citaciones del azar.

Los versos se afanan en vislumbrar rutas inopinadas, las palabras conmutan el infierno de lo desconocido por un ardiente acomodo en los aledaños de la inverosimilitud: “Ven hacia a mí, pensamiento salvaje / congelado entre tiempos de piedra. / Ven a mí antes de crear y crearnos / antes de padecer y resurgir”. Porque se busca el diálogo con las difíciles estribaciones del propio ser: “Cállate, catástrofe consecutiva / liebre escurridiza / que te escapas de nuestra permanencia. / Cállate, que no deseo preguntarme cada día/ si quiero vivir”.

No es el objetivo encontrar lo sapiencial, entendido como dilucidación definitiva sino que se incide en lo manifiestamente originario. La autora se enfrenta a los anhelos, a las emociones, personalizándolas: “La esperanza es un difunto más, / cuando nada de lo que se es / cuando nada de lo que se tiene/ de lo que se pretende / nos ama. / Si nos elige la esperanza…” Es el juego entre la multitud que vive dentro de las propias fronteras: “Yo, a veces, para enfrentarme a la esperanza/ hago como si no fuera yo.” Dentro de ese lugar que ocupamos como asignación de origen irrescatable: “Nada más nacer, nos encomian la tarea/ de encontrar este lugar propio, / de única pertenencia, única potestad, / único nombre y destino”.

La vida ha de ser una búsqueda constante de la elevación: “Es oscura la posición/ de permanecer sentada/ y no hacer nada, / no vibrar, sentirme ruin/ por mis mezquindades cuando/ el mundo entero es el lugar del espanto”. Hay que ir más allá de lo dado, atender a lo está por construir: “Pero ser alguien como soy, dolida solo por haber nacido, /me impedirá ser alguien libre.” Es ese deber de ejercer las posibilidades de la existencia “Cada media hora que pasa / mido el deber / que me he creado con el mundo”. Es la vivencia intensísima: “Y cómo decir que / me duelen los segundos”.

Pero el itinerario vital, cuando tanto se espera, emite sus decepciones: “Por más que haga, / más que me afane con mi edad, /no llego a ningún sitio/ y esa sensación de orfandad/ no me recupera”. O cuando vivir atentamente no resuelve nada: “Es falaz la vivencia. / Falaz la creación de la vivencia, / oscura su calma y símil de la libertad”. Esta búsqueda tan precisa da lugar a veces a pasajes herméticos: “Pon la mente en el lugar/ que sabes que nadie entenderá”.

Es esta una poesía que parte del alumbramiento de unos instantes capaces de recibir las indescifradas misivas de lo eterno. Hay en ella una búsqueda de la exaltación vivaz, una atendible insania de las palabras, el irrenunciable afán de un hallazgo vibrante. Los versos prorrumpen desde los exclusivos caladeros de la verdad poética, se acompasan con la intuición y no aspiran a lo diáfano sino a la profunda e inédita incisión en lo más cercano. Cleofé Campuzano tiene mucho que decir y en su primer libro publicado, El ocho de las abejas, ha empezado a consolidarlo.

Sobre El bosque de la noche, de Djuna Barnes, por Javier Puig

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Dice T.S. Eliot, en el prólogo de esta novela de la estadounidense Djuna Barnes, El bosque de la noche (1936), que este libro “atraerá especialmente a los lectores de poesía”. Es una advertencia de su carácter extremadamente literario, de que, en esta obra, lo que más importa no es el seguimiento de la trama, su dilucidación, sino el valor intrínseco de cada momento, la descripción que toma la osada forma de una coherente – aunque poliédrica – imaginación.También señala el poeta que los personajes de esta novela son muy reales, aunque a mí me parece que, si es así, lo son a la manera de quienes concitan en sí mismos numerosos matices del sentir humano, más que como representantes de seres encerrados en una ubicable y apenas voluble personalidad. Son personajes que a menudo son trazados desde lo paradójico, desde la contradicción. Su complejidad psicológica es ostensible, su rumbo vital resulta de una procedencia apenas enlazable a una básica irrupción en el mundo.
El personaje más constante en esta novela, el que tiene una visión más amplia de la interrelación que se produce entre todos, es el del doctor, un hombre construido – más que de una historia discernible – de un discurso, de una verborrea alcoholizada, hecha de precisiones arriesgadas y sorprendentes, que lo van configurando como un ser de atribuible y dudosa omnisciencia.
El bosque de la noche es un prodigio de literatura de alto nivel, de una prosa verdaderamente genuina que contiene una densidad expresiva que no admite la más mínima distracción, que repele al lector perezoso y rutinario. Y es de ahí de donde podría provenir su equiparación a la poesía, de esa composición que, en cada frase, nunca es un recurso de engranaje sino un destello que, en sí mismo, ilumina al lector de una fresca, íntima y extinguible plenitud. Esta literatura es pues bastante “inútil”, no nos ayuda a pertrecharnos de armas argumentales, sino que tan “solo” nos sitúa momentáneamente en un plano de superioridad que revoca toda la simplicidad de la visión más atenazada del mundo.
La narración está provista de numerosísimas frases que requerirían un detenimiento por parte del lector, y que le provocarían una amplia reflexión, un profuso cuestionamiento de sus afirmaciones. Se fundamenta principalmente en su vocación estética, sin dejar por ello de imbricarse esta actitud con la percepción psicológica. Sus mejores momentos son los de la descripción de los diferentes cuadros en que se van viendo inmersos los personajes. Y sí, nos habla de unos seres doloridos, atribulados, casi detenidos en su desorientación, que viven devanándose en sus posibilidades menos prosaicas, en las experimentaciones, atendiendo solo la destacable sutileza de sus vivencias. Esas descripciones, ya hechas desde afuera o desde sus propias reveladoras palabras, son las que precariamente establecen las perspectivas de una plural visión. Y no están exentas de abundantes elementos paradójicos, de frases que se retuercen sobre sí mismas, como queriendo acceder a un estadio superior que al de su instantánea obviedad. Estas personalidades nos resultan muy poéticas, constituidas en buena parte por la especulación de sus resortes intelectuales y emocionales, y nunca dejan de ser originales en su impalpable presencia. Hay sentimiento en estas profundizaciones que desvelan el más sutil carácter de esos seres, pero no uno simple, complaciente, sino complejo, casi inaprensible.
El bosque de la noche es uno de esos libros en los que su extensión en páginas (157) no se corresponde con el mayor tiempo que felizmente se le puede dedicar. Como los buenos libros de poesía, esta novela nos invita a recomenzarla una vez terminada, para darnos cuenta de que, en esa segunda lectura, aún la podemos apreciar mejor. Nos encontramos ante una de esas escasas obras de la literatura que, a través de la belleza, nos transportan hacia una grave y a la vez suspensiva, embriagadora levedad.

Sobre Delphine de Vigan y su gran capacidad narrativa, por Javier Puig

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Nada se opone a la noche, la penúltima novela de la francesa Delphine de Vigan – la primera que le he leído –, es una autobiografía centrada en los personajes que componen la familia de la que proviene. Sus protagonistas son sus abuelos, sus tíos, y, sobre todo, su madre, que es el detonante de esta historia dramática, una mujer que acabó suicidándose a sus sesenta y un años y que sufrió durante su vida numerosos episodios de locura.

Al afrontar este libro, esperamos una indagación en el personaje de la madre, pero, a medida que nos vamos internando en el relato, nos encontramos con una presencia coral, con un ámbito extensivo, y la sucesiva sorpresa se torna creciente, las trágicas y convulsas noticias sobre los miembros de una familia verdaderamente calamitosa. No es de extrañar que, a menudo, la autora tenga que interrumpir su relato, y hablarnos, en directo, de las dificultades que tiene a la hora de pergeñar esta historia, de su angustia; de su perturbación, de la posibilidad de enemistarse con algún miembro de la familia cuando sea publicada.

“En el fondo ignoro cuál es el sentido de esta búsqueda”. “Pero cuanto más avanzo, más tengo la íntima convicción de que tenía que hacerlo, no para rehabilitar, honrar, probar, restablecer, revelar o reparar lo que sea, solo para acercarme. Tanto por mí misma como por mis hijos – sobre los que se abate, a mi pesar, el eco de los miedos y los remordimientos- quería volver al origen de las cosas”. De Vigan lo pasa mal escribiendo esta historia, indagando entre sus familiares, y así lo cuenta en el libro. Se pregunta si tiene derecho a ello. “A veces sueño con el libro que escribiré después, liberada de este”, llega a decir. El dramatismo es constante, las vergüenzas de la familia, sus penas, son destapadas. Un abuelo acosador de adolescentes, una abuela pasota, un tío que se muere a los nueve años, cayéndose en un pozo; su sustituto, un niño al que adoptan, de la misma edad que el fallecido, muere pocos años después, asfixiado por una bolsa de plástico, mientras practicaba extraordinarios orgasmos en sus masturbaciones. Otro tío se suicida en su juventud. Luego hay un último tío, nacido tardíamente y con síndrome de Down. Y después los ataques de la madre, las tremendas escenas que la hija tiene que padecer. Y todo ello en un tono apasionado, que cautiva, que no suelta a un lector siempre perplejo ante las continuas adiciones de dramatismo. A veces, nos avanza graves sucesos – que no hubiéramos podido imaginar, pues ya pensábamos que había habido bastantes – y nos quedamos a la espera de poderlos conocer en profundidad, después de un buen puñado de páginas. No hay reproches, o un ajuste de cuentas, sino una visión a veces asustada. Delphine tiene una prosa enérgica, concisa y a la vez creciente. Mantiene muy despierto al lector, lo arrastra sin engaños, lo atrae hacia el futuro de su narración. Es un lenguaje moderno, pero no baldío. No es posible distraerse de una narración siempre prometedora. Nada se opone a la noche es una novela intensa, veraz, y muy bien y muy ágilmente escrita.

En su libro posterior – el último hasta ahora – , Basada en hechos reales, se plantea la expectativa de que la autora prosiga por esa senda tan exitosa de la narración de la realidad. (Y es que Delphine de Vigan vendió de su libro anterior nada menos que 800.000 ejemplares en Francia.) Aquí la narradora coincide en muchas de las señas de identidad que conocemos de la autora. Su mismo nombre, ha escrito un libro aclamado que – por lo que se explica – no puede ser otro que su Nada se opone a la noche, vive en París y tiene una pareja de – al parecer – igual nombre y actividad profesional que la que tiene la escritora en la vida real.

A partir de ahí, hay un juego con el lector al que –con posibles despistes – se le invita a adivinar si los pasajes de la historia que se cuenta responden a la realidad biográfica de la autora. En principio, parece ser que sí, al menos en su base. Los sentimientos de la protagonista, la parálisis creadora después de haber escrito un libro en el que se ha vaciado, su inseguridad ante las consecuencias de esa explícita narración sobra su familia, parecen coincidir plenamente con las vivencias que cabría imaginar en la autora. Después, la narración se modifica por la incorporación de su elemento principal, la misteriosa L., una mejor llegada no se sabe muy bien de dónde, desligada de los elementos necesarios para verificar su concreta ubicación en la sociedad. Esta mujer, con el artero propósito de apropiarse de su voluntad, de influir en su dirección creativa, establece una relación hermética con la protagonista, imponiéndole un ansia de escritura biográfica frente a sus intenciones de retornar a la pura ficción.

La novela se convierte entonces en un thriller. La continua reaparición de esa mujer hábilmente manipuladora, cada vez más atrevida, llegando incluso a la usurpación de la personalidad de Delphine, se torna una incierta amenaza, un mal compensado con supuestos socorros. La protagonista está cada vez más debilitada por su propio – y al mismo tiempo inducido – sentimiento de impotencia. El relato se convierte así en aquello que normalmente suele ser: un estiramiento imaginativo de algunos atisbos reales, un qué pasaría si esto que la realidad me apunta de forma débil, controlable, ahora avanzase y creciese por caminos indómitos.

Cuando penetré en esta nueva novela, volví a sentir el entusiasmo del contacto con una prosa inteligente y vigorosa, por la riquísima capacidad de matización, de intrusión psicológica en sus personajes. Más adelante, sentí el desaire de la reiteración, que no estaba en la palabra, siempre renovada, sino en una acción que se conformaba con remansos excesivos, que avanzaba por inflexiones demasiado distantes. En algunos momentos pensé que Delphine de Vigan era una excepcional escritora pero solo una buena novelista. Pero, superada esa fase central, cuando la acción se afianza y finalmente se precipita, la novela refuerza su poder de seducción, nos atrapa definitivamente, no sin dejarnos alguna incógnita final, alguna incertidumbre que resalta esa extraña conjunción entre la realidad y la ficción, entre los pensamientos obtenidos y la disparidad con la que nos recibe la vida.

LAS LONTANANZAS DE ZAPATA: UNA MIRADA A LOS SÍMBOLOS CAÍDOS por Francisco Gómez

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zapata0001Amigo, Antonio Zapata, ya te has convertido en cronista y este sambenito no te lo quitará nadie. Llévate cuidado si a partir de ahora eres más conocido por tus artículos sobre la ciudad de las Lanzas y la Festa que se fue (Lontananzas 1952-1974. Crónica sentimental de la posguerra ilicitana), que uno apenas conoció que por tus poemarios y narrativa. Ya sabemos, el tiempo y su desparrame de los días que se escapan por el desagüe de lo cotidiano. Porque una cosa tengo clara; tú quedarás en la literatura y no todos podrán decir lo mismo.
Eres un “cabronazo”. Otro amigo “cabronazo” que tengo en estas adictivas redes de la literatura. Has hecho que me emocione con muchas de tus lontananzas, con tu “estética de la pobreza”, como define tu amigo y estudioso Manuel Valero esta obra tuya. Permíteme decirte que me has tocado con el homenaje final a tu padre. No sabes, bueno sí lo sabes, cuánto…
Has hecho que vea esta “city” que no conocí con sus calles sin asfaltar, sus trabajadores somnolientos al tajo por calles mal iluminadas y trabajos agotadores, codo con codo, como relatas. Los serenos que te daban las “buenas noches” y te acompañaban hasta tu portal y los guardias de tráfico a quienes nuestros paisanos regalaban viandas como preciadas maravillas para tus ojos de niño en las cercanías de la Navidad. Igualito que ahora…Una ciudad que intuyo más humana, más cercana que la actual con sus prisas y sus carencias de personajes definitorios.
Leo tus lontananzas y no hago más que ver símbolos que se han ido; los cines, las peleas de lucha libre en el Victoria antes de ser Simago. hoy también derrotado, los bailes en el Parque Municipal como “prueba de fuego para los chicos y chicas primerizos en el arte de enseñorear las posesiones sobre los huesos”, las bandas juveniles como la famosa del Villena con chicos a los que unía el desarraigo y la necesidad de una identidad común, currantes del calzado y los talleres. Las ferias en el Cuartel Viejo. Las cocas del Llinares también abatido por esta “city” devoradora de sus símbolos y referencias. El asfaltado de Reina Victoria: “el asfaltado de tan magna calle nos vino de perillas a un grupo de chiquillos que, pronto, nos constituimos en patinadores nocturnos; el mítico campo de Altabix con los gloriosos partidos del Elche en Primera División y jugadores como Curro y Serena, Blas, Ballester, Iborra, González, Lezcano, Llompart, Baba, Asensi, Casco, Marcial, Romero. Las excursiones en la Mona al Pantano…
Amigo Zapata, desde un presente que corre sin identidades claras, miramos, miras un pasado devorado y reducido a recuerdos que construyeron tu vida y la de tantos que vinieron o eran nativos de Elche, que armaste tu vida de niño pobre y luego currante para convertirte en un joven lleno de sueños que zarpaba a Benidorm los fines de semana para romper la gris normalidad y ver el futuro como un mar incógnito desde tu escepticismo.
Ahora que el mercado sin corazón y su esbirro el beneficio puro y duro han cerrado el diario La Verdad donde publicaste tantas de estas lontananzas, el Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert las ha recuperado para que no caigan en la marea del olvido y el silencio.
Me has hecho soñar con un tiempo que no conocí y espero tu segunda parte hasta los tiempos de la transición y los 80, que a uno le pillaron en plena juventud en el instituto Pere Ibarra y tampoco me enteraba mucho de las movidas sociales, políticas, laborales y sindicales que se cocían en este pueblo que al cielo mira, entre el caucho, la goma, y la producción en la vía.
Advertido quedas. Desde ahora te estamparán el sello de cronista y a ver cómo escapas de esta etiqueta maniquea que no responde a la policromía de tu personalidad curiosa, luchadora y siempre reivindicativa.

Francisco Gómez