«INTERIOR DÍA», DE ANDRES GUILLÓ, O EL PASADO ES BUEN LUGAR PARA IR DE VISITA.

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Por Juan Lozano Felices.

Era una especie de leyenda urbana que circulaba de boca en boca. Se rumoreaba que, en el hemisferio de la década de los ochenta, se había rodado una película porno en el hotel Huerto del Cura, de Elche. Juanvi nos puso finalmente sobre la pista. Efectivamente dicha película existía, se llamaba El ojete de Lulú y la dirigió el maestro malagueño Jesús Franco en 1986. Los exteriores, unos pocos minutos, se habían rodado a pie de piscina en los jardines del hotel, y contaba con actores como Lina Romay, musa del tío Jess, a quien debemos la frase “Yo sólo me visto si lo exige el guión” y otros que, por guardar el anonimato, aparecen con nombres sandungueros como Pepito Tiesez, Jean Morcillón y Mela Chupen. El bizarro argumento llevado al límite de lo grotesco sirve de base a unas tórridas escenas que hoy, como mucho, sólo mueven a la hilaridad o al aburrimiento. El protagonista, como indica el título, no era otro que el parlante y fumador orificio anal de la malograda actriz que, harto de que la propincua vagina se llevase todo el placer, en un acto de rebeldía se dedica, indiscreto él, a contar su triste historia de desafección. Sirva esta introducción, a efectos meramente ilustrativos de cómo, en aquella época, podía concebirse una trama y rodarse una película porno casi en unidad de acto. Por descontado, Jesús Franco tuvo momentos más felices como pionero del fantaterror, un subgénero netamente español con producciones de bajo presupuesto, combinado quid pro quo muy imaginativo de tramas de terror y ciencia ficción con elementos eróticos que hicieron las delicias de nuestra niñez y primera juventud y nos hicieron amar el cine. Tardes de sesión doble con machaco y bolsa de quicos de merienda que han quedado indefectiblemente ligadas a nuestra educación sentimental.

La novela que comentamos, Interior día del ilicitano Andrés Guilló, se sitúa en una época anterior a la mencionada película, la que va desde los años setenta a los comienzos de los ochenta. A partir de 1978, el gobierno Suárez ideó la clasificación S para las películas con alto contenido erótico y/o escenas de violencia gore, que comenzaron a proyectarse en salas especialmente destinadas para ello. Pero esas películas, como bien comentó Andrés Guilló en la presentación de su novela, no tienen, sociológicamente, la trascendencia de aquellas otros que abrieron camino y que, sin duda marcaron un punto de no retorno hacia un mundo de libertades. Todo había comenzado con el milagro económico de los años sesenta y el boom turístico, que propician un tipo de cine de un voyeurismo rústico como El turismo es un gran invento (1968) donde, por un lado, están las chicas liberadas y en bikini que siempre son extranjeras (normalmente suecas) y las españolas, que se quedan en casa y son muy decentes. España es todavía la reserva espiritual de Occidente. Los actores más prolíficos en este tipo de cine, personificando al macho ibérico reprimido, son José Luis López Vázquez, José Sacristán y Alfredo Landa. Este último dará incluso nombre a un género “el landismo”. El voltaje erótico irá en aumento con No desearás al vecino del quinto (1970), Manolo la nuit (1973) o No es bueno que el hombre esté solo (1973) hasta llegar a mediados de los setenta con Tocata y fuga de Lolita (1974), Sex o no sex, (1974) Mi mujer es muy decente, dentro de lo que cabe (1975) y sobre todo, la mítica La trastienda con el primer desnudo integral, que como bien nos recordó Guilló, apenas duraba unos segundos y que dio pie al dicho “el felpudo de la Cantudo”.

Guilló se sitúa pues, en un periodo muy determinado que coincide con la trayectoria cinematográfica de la protagonista innominada de su novela. Ello tiene lugar tras haber dado cuenta en los primeros capítulos de su feliz infancia y su atribulada juventud, instalándose en Madrid cuando se inauguraba una década, la de los setenta, que iba a estar llena de cambios políticos, culturales y sociales. La llegada a la capital y la vida colorida y trepidante que ve a su alrededor también significará para la protagonista un cambio radical con su anterior vida en el pueblo.

La protagonista, tras intervenir como azafata en la primera temporada del Un, dos tres… es un trasunto de todas aquellas actrices pioneras en el llamado “destape”, que son las que han quedado en la memoria colectiva. No en vano, ellas son las dedicatarias de la novela de Andrés. Con la novela descubrimos que muchas de esas películas se rodaron con anterioridad a la muerte de Franco, pero no se estrenarían en salas comerciales hasta después, cuando ya la censura se iba relajado en todos los ámbitos. También el reportaje fotográfico del desnudo de Marisol en Interviú databa, como mínimo de tres años antes.

Guilló no estigmatiza la época en una crónica no exenta de crítica social, para meterse en la piel de lo que pudo ser la vida de una de aquellas actrices del destape, valientes pioneras en ese tipo de cine, y que muchas pagaron con el ostracismo posterior. Guilló tiene una especial virtud para “meternos” en la historia y hacer que, los que fuimos niños y jóvenes en aquella época, volvamos a vivir ciertas sensaciones visuales, táctiles y hasta olfativas. Yo conocí a Andrés Guilló en el colegio, durante la EGB. Él era un año mayor que yo e iba un curso por delante, pero yo lo conocía y trataba por sus primos, a quienes llamábamos por su apellido, “los Javaloyes” que sí iban a mi clase. Los padres de Andrés regentaban un supermercado en El Raval por donde yo debía pasar en el ir y venir del colegio. Los viernes, al salir de clase, variaba el rumbo para volver a casa porque pasaba por un quiosco a comprar El guerrero del antifaz, la reedición coloreada de los años setenta. Pasaba por un cine donde proyectaban películas de destape, con títulos y carteles tentadores como El castillo del mete y saca, Fruta madura o Encuentros íntimos en la tercera fase. El quiosco al que iba también estaba literalmente empapelado de revistas de contenido erótico como Interviú y Lib, revistas satíricas como El Papus y, cosa curiosa, publicaciones de chistes gráficos como El ligón y una versión erótica de Blancanieves en fascículos. Quiero decir con esto que el llamado “destape” fue algo que estaba en el aire y que precedió incluso las reformas en el ámbito político, que iban más despacio. Sociológicamente se ha conectado el destape con el aperturismo en lo político y en las conductas sociales. Vázquez Montalbán, hablando del tímido erotismo de los setenta que comenzó a proliferar también en la televisión dijo que, con Mao y Lenin llegaron los escotes de Rocío Jurado y el sentimiento cárnico de la vida de Rosa Morena. Desde mis ojos de niño, todo aquello, por prohibido, tenía algo de insólito y hasta fabuloso.

Si en su anterior novela, Esmeralda sin brillo, Andrés encapsulaba el espíritu de la época dorada de La Revista, en Interior día, capta el  Zeitgeist de los años de la transición política, un tiempo en que nuestra generación, la del del baby boom o “los niños de los Chiripitifláuticos” como quiere Ignacio Elguero, dejábamos de ser niños para entrar en la adolescencia, mientras las paredes se empapelaban de carteles y pintadas de todos los signos políticos y los quioscos, de revistas con señoras de opulenta anatomía. Cuestión estilística aparte, no veo yo tan alejada la primera novela de Andrés de esta segunda. Casi la veo, al menos cronológicamente, como una continuación. Esmeralda sin brillo era una novela coral, con muchos personajes y ambientada en diversos lugares, mientras que Interior día transcurre prácticamente en un único lugar, un pueblo de la costa levantina, y de forma directa tenemos la interacción de dos únicos personajes principales, más otros secundarios que van desfilando, bien por el pueblo o por el ejercicio de analepsis que hace la actriz. De los personajes que se mencionan, algunos son ficticios, hay otros a quienes llama por el nombre de pila, pero son plenamente reconocibles y otros con nombre y apellido, pero, aun así, como nos advierte el autor en una nota inicial están ficcionados en aras a la intención dramática. Casi podría decir que la novela podría ser adaptada perfectamente como obra de teatro, con dos personajes sobre el escenario. Estos dos personajes son la innominada actriz que da voz a todas las actrices que se destaparon “por exigencia del guión”, entiéndase esto como eufemismo, y tuvieron que soportar el machismo y hasta los abusos propios de la industria del cine de la época, y Miguel, un habitante del pueblo que trabaja en la biblioteca pública y ayuda en el taller de su padre, y que también es un connaisseur del cine y la crónica social de la época. Éste, aunque más joven que la actriz, es ya una persona madura y entre ellos se producirá una suerte de confidencias mutuas, de ida y vuelta.

La novela es de una extensión media, dividida en cuarenta capítulos cortos, encabezados por una nota de advertencia del autor. A continuación, una serie de citas, de Fitzgerald, de Françoise Sagan y Pedro Almodóvar dan el tono a la historia y nos hablan de las querencias literarias de Andrés, sigue un acertado prólogo de Juan José Rastrollo que nos sitúa y da alguna clave de lectura.

Hay tres formas distintas mediante las cuales la protagonista nos da a conocer su historia. Primero, en forma de monólogo interior que se alterna en los primeros capítulos con el tiempo presente en la novela. A partir de un determinado momento, desde su llegada a Madrid a finales de 1970, será la historia que le cuenta a Miguel, y también en forma de diario para determinada información que no quiere, al menos de momento, dar a conocer a su confidente.

Con este ejercicio casi catártico, la actriz, que se había instalado en le pueblo para olvidar los sinsabores de una época, aprenderá a mirar hacia atrás sin ira y a aceptar su pasado. Pero, también aprendemos, como dice el autor, por boca de Miguel, que el pasado es un buen lugar para ir de visita, pero no para quedarse.

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