Sobre «La soledad tras el ruido de fondo», de Alejandro López Pomares, por Javier Puig

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La soledad tras el ruido de fondo (Ars poética, 2019), de Alejandro López Pomares, me impresionó desde mi primera lectura, con ese universo de la proximidad que, sin embargo, se extiende hasta los confines de lo desconocido, a través de sus múltiples incisiones en los muros de la aplastante realidad. Desde ese ámbito pertinaz, nos asomamos a las estancias paralelas, aquellas en las que se dirime la evocación de los signos nacidos en nuestra inconsciencia. Era este un libro especialmente sugestivo; sin embargo, contravine mi norma de no leer prólogos o reseñas, y lo hice esta vez, además, en el caso menos indicado. Ahí estaba, conclusivo, el extraordinario texto de José Luis Zerón que precede al poemario, con su tan acertado y exhaustivo recorrido por el libro, que —pese a que siga pensando que una obra tan profunda puede concitar muchas válidas y complementarias aproximaciones—, en aquel momento, me instaló en la mudez.

Ha tenido que pasar algún tiempo y que los tráfagos de mi vida y mis búsquedas infinitas propiciaran una mañana, como la de hoy, para que volviera a sumergirme en el libro. Ahora estaba predispuesto a emocionarme de nuevo, a acceder a ese punto en el que confluyen la admirativa recepción y la agradecida llamada a enrolarme, con las mías, en sus palabras. Y ya desde el primer poema, me he sentido instado por su ritmo imaginativo, mecido a través de sus avanzados vislumbres. El ser que habita estos versos trasciende los límites de cualquier concreta ubicación en el espacio del mundo, se excede de ese ámbito que alcanzarían sus sentidos, y se extiende hasta los etéreos elementos que lo circundan. En cada arañazo que traspasa la aparente realidad, se descubre una propia vivencia. Lo alucinado, que dice Zerón, se halla en toda la suspensión que protege a estos versos de lo trivial. Aquí se transgreden las férreas leyes de la opaca evidencia desde el alertado pensamiento. Nada es soslayado en su esencia, sino que todo resulta maleable por la mirada que busca la conexión con lo verdadero, aun sabiendo que nada se podrá contrastar. Es la desbocada observación que no rectifica las paradojas, que no apacigua el resquebrajamiento ni el temblor, que no subvierte el reflejo que desfigura, más allá de cualquier argucia para retener una conveniente certeza: “Me miro al espejo, / soy yo, creo”.

El protagonista de estos poemas avanza solitario para poder ver la renovada confusión sin las interferencias de lo vanamente clarificado. El ritmo, la convulsa sintaxis de los versos, se avienen bien a estas compulsivas exploraciones. Transmiten la inolvidable transitoriedad de las imágenes, su instantánea configuración, tan exacta como escueta, tan extrañamente veraz como inaprensible; un íntimo reverso de su tan humano creador, la retroalimentación necesaria para preservar el incursor sentimiento.

A nada se le debe conferir la solemnidad de lo cierto: “Yo, mientras tanto, difuminaré el contorno de las cosas con mis dudas”. Todo queda en estado de previa disolución, de anuncio de un precipitado y explosivo restablecimiento. Los poemas nos invitan a la levitación de nuestro espíritu, hasta alcanzar una poderosa liviandad que no sirve para zanjar las emanaciones de los contactos sino para que las fronteras del ser depongan sus rigideces y acojan la reciprocidad con el mundo. Esa próxima infinitud que está dentro o fuera, no se sabe cómo.

“Te acaricio, ¿lo notas?” Son versos que se escuchan, que provienen de una voz de nadie, porque es de todos, aunque nadie lo sepa. “Nadie más diferente de mí que yo mismo”. La confusión de las almas, la abolición del yo en la búsqueda del ser más profundo. Son palabras que suenan a voz en off sobre imágenes que sugieren el unísono despliegue de unos vínculos, los que salvan de la opresora obviedad, de los irrespirables contactos.

Lo físico y lo conceptual dejan de contraponerse. Lo onírico se aviene a ser manipulado por un afán de encontrar lo secreto. Las palabras deben construir para uno mismo lo originario, pueden germinar el acceso a estancias que residen en una dimensión poéticamente indescifrable. La realidad que se mira inmediatamente se transmuta en un ser viviente, en latido diverso, en expresión que atañe. Diríase que los íntimos paisajes que se despliegan, a través de estos versos grácilmente encabalgados, podrían contener lo terrorífico; al menos, el pánico a lo imprevisible, a lo que no asume la largamente anclada perspectiva del espectador, a la voluntaria pérdida de control en una sucesión descubridora.

Aquí nos sumamos a un recorrido por las entrañas de lo real, apartando sus velos y despejando unos territorios donde se asienta lo inopinadamente propio, las ignoradas implantaciones del ser en los lugares que no son su prolongación sino su raíz renovada. La ciudad es otro personaje, un ser múltiple que se manifiesta en equívocos, una piel de sinuosidades que se alzan o descienden ceñidas al mandato de lo insoslayable, otro espejo en el que el aliento emborrona los bocetos en los que pretendíamos alcanzar un acto nuevo: “La poesía es un mar de dudas, desbordándose por nuestras calles / y yo solo alguien que se aferra / en el punto de mira / la foto de alguien / se ahoga sin motivo / sin palabras / sobre los charcos con mi cara descorrida / y yo solo alguien que se ahoga”.

Asistimos a un quieto desplazamiento por la casa, por la ciudad, por la fotografía y el espejo; espacios candentes, lugares que apremian, que no permiten la tentadora distracción del sosiego, la oportunidad de una silenciadora quietud, sino que, en todo momento, exaltan la adormecida voz interior; la que, al despertarse, narra lo visible, que no es necesariamente lo que se puede compartir, sino la fiereza de la luz propia convirtiendo las señales de lo real en persistencia interior. Nos incluimos en el recorrido de lo inasible, nos enfrentamos a las apariciones de uno mismo en los escenarios trocados por la replicación de un yo inusitado. Y también un adentramiento en las traiciones de lo temporal, un intento de burlar su juego.

Alejandro López Pomares conecta su poesía con ese mundo del arte que han desvelado no solo los grandes poetas de la palabra, sino los que lo son en el cine o en la música. Nos alberga en esas constelaciones de estímulos que erigen una dimensión nueva. Allí identificamos los pliegues decisivos, un universo de ecos y espacios. La soledad tras el ruido del fondo es una intrépida incursión hecha de versos nunca insustanciales, siempre constituyentes de un mundo que nos remite al desvelamiento más poético, a su bella precariedad.

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